“Te salva el Estado, no el mercado” es el latiguillo que impulsaron los militantes kirchneristas a partir del inicio de la cuarentena. Más que un latiguillo, es un estado mental, que toma un sentido práctico en la política económica. El problema del planteo económico actual no es solo la falta de consistencia macro, que es muy grave, sino también la total ausencia de entendimiento de lo que necesita el sector privado para invertir, producir y contratar empleados. Esta carencia pondrá un freno a la recuperación de la economía.

En una entrevista publicada en LA NACION, el ministro de Economía Martín Guzmán afirmó que “el Estado va a tener un rol muy importante en empujar a la economía.” En otra entrevista del 2 de agosto, en el diario Página 12, había dicho que “el motor de la recuperación va a ser el mercado interno” y, en sintonía con eso, en la nota de LA NACION dijo que “el Estado tiene que impulsar a ciertos sectores para que haya más dinamismo en la economía.”

Estas afirmaciones y, más aún, las acciones que ha implementado el Gobierno, no solo se sustentan en ideas que fracasaron reiteradamente a lo largo de nuestra historia, sino que también asombran por su falta de pragmatismo para leer la realidad en la que están inmersas. La falla no es solo ideológica o estratégica sino, al mismo tiempo, táctica. Esto es asombroso, porque si algo caracterizó al peronismo es su astucia táctica para poder regalar al menos algunos períodos de bonanza de consumo a su base electoral. Es decir, no solo es mala economía. Es mal peronismo.

Juan Domingo Perón decía que “las doctrinas no son eternas sino en sus grandes principios, pero es necesario ir adaptándolas a los tiempos, al progreso y las necesidades.” Él mismo puso eso en práctica. Cuando se acabaron los años de bonanza dados por los altos precios de nuestras exportaciones, que habían permitido expandir fuertemente el gasto público, los salarios y, por lo tanto, el consumo, el sistema empezó a crujir: falta de dólares, inflación y caída del producto (¿les suena?). Ante esta coyuntura, decidió cambiar la política económica. A partir de 1952 implementó un programa de austeridad fiscal, comenzó a introducir el concepto de productividad en el debate de políticas públicas y se dedicó a atraer capital extranjero incluyendo, con perdón de los guardianes de la doctrina, a la misma Standard Oil.

Carlos Saúl Menem fue otro presidente peronista con gran sentido táctico. Los precios de nuestras exportaciones estaban muy bajos y el déficit fiscal era rampante, lo que eliminaba la tradicional receta peronista de aumento de gasto público. Sin embargo, el mundo atravesaba una bonanza de capitales dispuestos a ser invertidos en países que emprendieran las reformas del “Consenso de Washington”. La Argentina se convirtió así en alumno modelo y atrajo más capital extranjero que ningún otro país de la región en la década del 90. Ese capital permitió financiar el “salariazo” y, por lo tanto, el aumento del consumo. El último gran táctico fue Néstor Kirchner, que entendió para donde giraba la región y, también, que contaba con la suerte de precios crecientes de nuestras exportaciones para poder financiar un aumento del gasto público, los salarios, el consumo y la cooptación del peronismo.

Si hubiese sabido leer bien la realidad actual, el presidente Alberto Fernández habría transitado por una ruta relativamente más parecida a la de Menem, sin necesitar sobreactuar tanto, que a la de los Kirchner. Los precios de nuestras exportaciones son bajos, pero sobra capital en el mundo a tasas irrisoriamente bajas. Podría haber aprovechado el duro ajuste fiscal y monetario hecho por el expresidente Mauricio Macri, el cual estaba ya casi terminado y, con algunas decisiones que marcaran un mínimo de continuidad, haber surfeado la ola de la liquidez internacional. En su lugar, decidió tirar todo por la borda. Emprendió, antes que la pandemia pegara en nuestro país, una expansión fiscal y monetaria para intentar alimentar el consumo, a la vez que cerraba la economía. Con los precios de nuestras exportaciones bajos y falta de crédito y credibilidad, el programa estaba destinado al fracaso. De hecho, la economía se contrajo a tasas aceleradas en enero y febrero de este año.

El problema es que Alberto Fernández dejó que el ala más ideologizada de su coalición le tome de rehén no solo la agenda judicial, sino también la agenda económica (quizás, en realidad, se dejó tomar casi todas las agendas).

La primacía de la ideología sobre el pragmatismo tiene varias implicancias prácticas en la economía.

La primera es el tendal que las decisiones económicas están generando y van a generar en el tejido empresario sobre la voluntad de invertir en el país y, por lo tanto, en la generación de empleo en los próximos años. Medidas como la prohibición de despedir empleados, la suba de impuestos, la dificultad o imposibilidad de importar insumos o bienes o de pagar dividendos o deudas, la ley de teletrabajo y la ley de alquileres, la eliminación de las SAS para la creación de empresas y muchas más son, un golpe del que nos va a costar mucho recuperarnos. Hay muchos países con condiciones más favorables y, sobre todo, más estables, para invertir. ¿Por qué molestarse en hacerlo acá? La ideología los ciega tanto que no terminan de ver lo atípico y lo dañino que es tener un control de capitales e importaciones como el que existe hoy. Esto nos lleva al segundo punto.

La segunda consecuencia de la falta de pragmatismo es la imposibilidad de desatar el nudo Gordiano de la política macroeconómica. El déficit fiscal es elevado, en gran parte como consecuencia de la pandemia y las políticas de alivio implementadas. Dada la falta de acceso a financiamiento voluntario, este déficit se financia con emisión monetaria. El Banco Central ya emitió 1,5 billones de pesos, un 5,5% del PBI, para financiar al Tesoro este año, y el Gobierno necesita financiar al menos 3 puntos porcentuales más hasta fin de año.

El problema es que, como la gente no quiere todos estos pesos, éstos presionan los precios, las reservas y el tipo de cambio. Para retirar dinero del mercado, el Banco Central emite Leliq. Estas ya llegan a 2,5 billones de pesos (incluyendo los pases pasivos, otro mecanismo para sacar pesos del mercado), que se comparan con los 1,1 billones que había al 10 de diciembre de 2019. Para evitar presiones sobre las reservas y el tipo de cambio, pone restricciones cuantitativas a las importaciones e impone un cepo cada vez más duro. Al apretar el cepo, la brecha del dólar oficial con el blue y con el contado con liqui sube, porque quienes quieren comprar dólares tienen que acceder a estos mercados.

Una brecha cambiaria más grande reduce la competitividad de nuestros exportadores y alimenta las importaciones, las que se cursan por el mercado oficial. Así, cae el balance comercial y cada vez hay menos reservas internacionales. El Banco Central lleva vendidos 1045 millones de dólares desde el 1° de julio. Las autoridades enfrentan la caída de reservas apretando cada vez más el cepo, a la par que siguen emitiendo más pesos y más Leliq. Y así en un loop indefinido que, seguramente, termina mal.

La forma de salir de esto sería aumentar la confianza en el peso y, al mismo tiempo, emitir menos. Apurar el acuerdo con el FMI permitiría acercarse a ambos objetivos. Por un lado, daría un marco de mayor certidumbre acerca del sendero fiscal y de reformas estructurales (llamémoslas de productividad, en honor a Perón) que el gobierno va a emprender, aumentando la demanda de pesos. Por otro lado, el gobierno podría acceder a algo de financiamiento del FMI en 2021. Esto permitiría reducir el crecimiento de la oferta de pesos.

Así, con una oferta y demanda de pesos más balanceada, el Gobierno podría levantar parte de las restricciones cambiarias y a las importaciones, reduciendo la brecha cambiaria. Este sendero, con algo más de normalidad y de certidumbre de que no seremos estafados nuevamente, fomentaría las exportaciones, la producción, el consumo, la inversión y el empleo.

Sin embargo, en la entrevista con La Nacion el ministro Guzmán dio a entender que la negociación con el Fondo Monetario Internacional (FMI) se cerraría recién en los primeros meses de 2021. Daría la impresión de que no quieren usar la negociación para conseguir dinero fresco y a la vez ayudar a contar con un programa económico, sino solo para evitar un default con ese organismo y con el Club de París. La ideología antes que el pragmatismo. Pero, como decía el General, la única verdad es la realidad. Sin programa propio ni acuerdo con el FMI, y con una montaña de pesos por emitir, los hechos seguramente fuercen al Gobierno a cerrar las negociaciones más rápido de lo que quisiera. De otra manera, el peso del Estado nos va a seguir hundiendo.

por Marcos Buscaglia*

La Nación, 16 de agosto de 2020

* El autor es economista. PhD (Universidad de Pensilvania); fue economista jefe para América Latina de Bank of America Merrill Lynch. Coautor de ¿Por qué fracasan todos los gobiernos? c/S.Berensztein