Varios opositores abandonaron el miércoles pasado el Zoom de la mesa nacional de Juntos por el Cambio con más pesimismo del que tenían al entrar. Constataron, por lo pronto, las enormes diferencias que los separan dentro del espacio en cuanto a la evaluación del presente y del futuro. Algo tan evidente que empujó a Pichetto a proponer un cambio de perspectiva. No perdamos de vista que son problemas que tiene que resolver el Gobierno, no la oposición, planteó. Buscaba tal vez tranquilizar o salir de la encerrona: después de hablar largo rato sobre el futuro del Consejo de la Magistratura, sus compañeros se habían empantanado en el tema más álgido, el acuerdo entre la Argentina y el Fondo Monetario Internacional. ¿Qué postura tomar? Ese sigue siendo el debate.

Gerardo Morales, Martín Lousteau, Mario Negri y algunos de la Coalición Cívica venían molestos con Patricia Bullrich, que no estaba en el Zoom. No les había gustado que la presidenta del Pro dijera en público que la oposición avalaría en el Congreso el entendimiento con el Fondo solo si el Frente de Todos votaba unido y que, de lo contrario, lo mejor sería exigir la derogación de la ley que obliga a que esa deuda pase por el Parlamento. Sus objetores dicen ahora que se adelantó con declaraciones que no todos comparten.

Juan Manuel López, uno de los leales a Elisa Carrió, admitió ahí que la disparidad de criterios le remitía a la “mala experiencia” de la votación por el presupuesto, en diciembre. Planteó además el carácter “traumático” de un eventual default. “No hay que dramatizar si votamos separados porque para algunos es una votación de conciencia. Si quieren que votemos juntos, trabajemos en una posición de unidad”, dijo, y recordó lo de diciembre: por mantenerse unidos, los diputados de la Coalición Cívica votaron con el resto y no quedaron conformes. Pero Macri no estaba de acuerdo. “Veníamos bien, pero lo que acaba de decir Juan me preocupa mucho”, empezó el expresidente, y se explayó durante un largo rato. Su idea era exactamente la contraria: votar todos lo mismo. “Nosotros votamos en contra del presupuesto por votar con ustedes”, volvió a recordarles Maximiliano Ferraro. “Pero Maxi, menos mal que votaron en contra: con lo que dice el preacuerdo con el Fondo, ese proyecto quedó como un mamarracho”, insistió Macri. Lo escuchaban inflexible, envalentonado y hasta con algo de dificultad, porque la conexión se interrumpió en un momento y lo dejó sin audio.

La postura de Macri no es nueva y parte de la más absoluta desconfianza hacia el Gobierno. Está convencido de que Alberto Fernández no va a cumplir aquello a lo que se comprometa con el Fondo y que eso, que hará fracasar el programa, dejará a Juntos por el Cambio en una situación de complicidad. “Sepan que va a salir todo mal”, dijo, y comparó: “No estamos ante Alfonsín negociando con el FMI, ni siquiera nosotros: estos no son gente seria; son un desastre, unos improvisados”.

Algunos de sus compañeros no solo no coinciden con él: le desconfían. Infieren que en realidad esa intransigencia esconde un anhelo de reivindicación personal, la idea de que, ante el desastre, el electorado entenderá por fin que la senda que se interrumpió en 2019 era la adecuada. Desde el mundo Macri se ve exactamente al revés: el único modo de que se termine el populismo es que sus consecuencias sean visibles y estruendosas, y un acuerdo mediocre con el Fondo no solo no aportará ninguna solución a los problemas económicos, sino que extenderá el deterioro a la próxima administración. Es probable que el expresidente esté convencido de que eso le pasó a él en 2015. Y que espere, por lo tanto, una situación análoga para 2023, año en que la oposición pretende volver al poder. La herencia de la herencia de la herencia.

Lo que piensa Macri es lo que supone gran parte del establishment económico. Es una convicción que se terminó de instalar en los últimos años, mientras el país duplicaba su gasto público en términos de PBI y lo indexaba a los ingresos: una sociedad habituada a ese nivel de demandas y reacia a los ajustes solo escarmienta en las crisis, y la Argentina solo resultará gobernable después de que un fogonazo termine de resetear su economía. El sueño de un Remes Lenicov en el camino. Es cierto que hay algunas excepciones. En 2001, por ejemplo, horas antes de que Cavallo asumiera como ministro de De la Rúa, algunos de sus asesores preferían que esperara: suponían que el nivel de imagen positiva que por entonces tenía el economista le dejaría, una vez consumada la crisis, grandes posibilidades de ser el próximo presidente. Pero Cavallo asumió igual. “Es un patriota”, se encogió entonces de hombros ante LA NACION alguien que juzgaba prematura la asunción.

Aquella experiencia deja de todos modos una advertencia: una cesación de pagos es tan devastadora que suele barrer con toda la dirigencia, no solo con los gobiernos. Cada tanto, Horacio Rodríguez Larreta se los repite a empresarios. Fue el argumento que Mario Negri llevó al Zoom del miércoles. “El default se lleva puesto todo. Y además no se resuelve en una semana: acaba siendo también un problema para el sucesor”.

Estas especulaciones no se hacen cuando la salida se ve clara y cercana. Se oyen ahora en la oposición, pero representan el reverso exacto de la interna del Frente de Todos. Es el Gobierno el primero en dar la sensación de haberse quedado empantanado y sin respuestas. Tal vez por eso malgasta energía en dirimir su perfil ideológico. Horas después de la renuncia de Máximo Kirchner a la presidencia del bloque de la Cámara de Diputados, las diferencias ya habían contaminado el viaje de Alberto Fernández a Moscú. Sergio Massa, por ejemplo, todavía lo juzga inoportuno: le cuesta encontrar un peor momento para reunirse con Putin que en medio de un conflicto entre Rusia y la OTAN y mientras se espera el respaldo de Estados Unidos en el FMI.

A Guzmán tampoco le causaron excesiva gracia el día y el lugar. Pero necesita fondos para recomponer reservas para el Banco Central y, sin demasiada precisión, la administración de Putin le ha insinuado la posibilidad de un préstamo para reforzarlas. Como cuando apareció la oferta de la Sputnik V, la mayor incógnita es a cambio de qué. Rusia no es China, pero tiene también sus antojos estratégicos en la región. Entre ellos, la posibilidad de asociarse con la estatal Invap en la construcción de un radar de largo alcance para el Atlántico (lo explica la presencia de la gobernadora de Río Negro, Arabela Carreras, en la gira), proyectos de minería (Raúl Jalil, de Catamarca, también formó parte de la comitiva), la instalación de un sistema de seguimiento satelital desde la Antártida y 12 aviones de combate que podrían reemplazar a otros que el Gobierno evaluará también en China. Como Alberto Fernández ha sido siempre más locuaz que Putin, fue él quien le puso palabras al anhelo de su interlocutor: ofrece, dijo, a la Argentina como “puerta de entrada a la región”.

El paquete de proyectos, que se discutió en dos visitas recientes de delegaciones del Kremlin al país, incluye desde negocios de pesca y la apertura de sucursales de un banco ruso en la Argentina y una sede del Banco Nación en Moscú, hasta la instalación de una fábrica de camiones Kamaz en José C. Paz (Mario Ishii no fue a Moscú por turismo).

Salvo los directamente involucrados en estas operaciones, los empresarios prefieren no detenerse en estas alternativas. Las juzgan periféricas. Quisieran en cambio que el objetivo troncal, el acuerdo con el Fondo, al que todavía ven incipiente e incierto, no sufriera nuevos sobresaltos. “No debería haber vuelta atrás”, dijeron en la Unión Industrial Argentina, donde se ofrecen a colaborar para convencer a la oposición de la necesidad de un pacto económico y social. No porque el acercamiento al FMI les haya despertado alguna esperanza de despegue: sienten más bien pánico al default. Casi la única inquietud que comparten con la dirigencia política.

Son metas cortas. Pero la Argentina de los últimos años invita más bien a la resignación o a sueños módicos. Es lo que indica el proceso de los últimos años. En 2021, la inversión extranjera directa fue en el país de apenas 4000 millones de dólares, casi la mitad de todo el promedio anual recibido en el lapso 2010-2020, que a su vez era solo un tercio de lo que se invirtió en Chile en la misma década. Nery Persichini, economista, expresó esa sensación el mes pasado a través de una recorrida por su historia familiar en Twitter: “Mi abuelo nació en 1931. De seguir con vida, hoy habría transcurrido 33% de su tiempo en recesión. Mi papá (1959) soportó 24 años (38%) con PBI a la baja. Yo (1986) transité 15 años (42%) en recesión. Mi hija (2019) vivió el 67% de su vida con la economía cayendo”. La proyección no es buena. Es probable que, a este ritmo, a la pequeña le resulte en algún punto irrelevante preguntarse quién fracasó y por qué.

por Francisco Olivera

La Nación 5 de febrero de 2022