EXPOSICION EN EL FORO DE LA CIDUAD EL MIERCOLES  22 DE AGOSTO DE 2018.

Por Alberto David Leiva*

Pocas actividades han sido tan manifiestamente evaluadas por el conjunto de nuestra sociedad, como la de los abogados. A lo largo de los años,  han sido alternativamente denostados y apreciados, pero nunca ignorados, porque para los argentinos de todas las épocas, ser abogado fue siempre mucho más que ser  un profesional; fue también encarnar las aspiraciones de vastos sectores sociales.

Es bien conocido que desde el primer momento, la llegada de los castellanos al continente americano sobrepasó con mucho los límites de una empresa puramente militar. En casi todas las expediciones importantes, junto con los soldados y sacerdotes, se registra la presencia de hombres de Derecho.

* Doctor en derecho por la Universidad de Buenos Aires. Profesor Emérito de la Pontificia Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires. Presidente de la Academia Provincial de Ciencias y Artes de San Isidro. Autor de numerosas publicaciones.

 

Junto con aquellos primeros letrados, también llegaron a América todas las imágenes sociales y los estereotipos negativos sobre la profesión de abogado,  que se habían acuñado en Europa durante la última Edad Media durante la confrontación entre el derecho feudal y el derecho de los reyes.

En América los Adelantados estaban claramente adscriptos al agonizante orden feudal y  resistían la presencia de los letrados, porque los identificaban como técnicos representantes del derecho de la Corona. El Río de la Plata, por supuesto,  no fue una excepción. En 1540 y 1570, Alvar Núñez Cabeza de Vaca y Juan Ortiz de Zárate, consiguieron que el rey prohibiera por el plazo de diez años la llegada a estas playas de abogados y de procuradores.

Está muy claro que la oposición a la presencia de  abogados esconde reiterados desencuentros entre la  Corona y los vasallos americanos. No es  de extrañar que  existiesen entre los americanos personas muy interesadas en presentar al abogado como un perturbador de la sociedad, una persona conflictiva, dedicada a generar problemas, más que a solucionar conflictos.

En 1613,  el Cabildo de Buenos Aires resolvió prohibir  a tres abogados la entrada a la ciudad. En realidad, eran tiempos en que el contrabando parecía necesario para atraer la prosperidad a  Buenos Aires. Violando expresas disposiciones, el gobernador visitaba los navíos de arribada antes que los oficiales reales, para concretar negocios;  y tras su ejemplo se encolumnaba el resto de las autoridades porteñas, que no deseaban que estos tres hombres se inmiscuyeran en los turbios negocios que llevaban adelante.

Pero  las cosas tomaron  un cauce normal, dos años después, cuando el criollo asunceño Hernando Arias de Saavedra se hizo cargo por cuarta vez de la gobernación.  Hizo levantar un sumario de 8000 fojas, del que resultaron acusados ante el Consejo de Indias todos los funcionarios por ..haberse atrevido ..para que no entrasen letrados, ni fueran recibidos en dicha ciudad y que si entrase alguno o  algunos fuesen echados y desterrados. . .siendo como las letras son después de la Fe católica y religiosa cristiana lo más importante que hay que mas   incite a la virtud y a la justicia.

La demonización de la abogacía originó, durante ese mismo siglo XVI, entre los juristas una literatura de afirmación profesional  que sostenía la importancia social de la abogacía.

A fines del siglo XVI, en 1597, ya escribiendo desde América, un conocido práctico, Gerónimo Castillo de Bovadilla en su obra Política para Corregidores, todavía reproducía varios de los prejuicios contra los abogados pero sin embargo, también agregaba: “pareció necesario prevenir a los abogados porque la falta de ellos no hiciere tiranos a los poderosos…”.

Justamente desde fines del siglo XVI, fueron los mismos letrados los que empezaron a exaltar sus virtudes en las informaciones de méritos y servicios a la corona, presentándose  como “gente prudente y cristiana” “necesaria y grave para la república”, y haciendo una distinción entre los “malos” y los “buenos abogados”, en la que los primeros tendrían todos los vicios que los estereotipos y la crítica social atribuían en años anteriores a los hombres de leyes.

Aquellos letrados no provenían de la nobleza. Estaban tan lejos de los hombres de capa y espada como de las capas inferiores de la sociedad. Integraban una burguesía que siempre había sido aliada de los reyes  y eran por lo general hijos de hidalgos; respetables y respetados estratos medios de la sociedad. Todavía en el siglo XVIII, en 1784, las constituciones de la Universidad de Córdoba, prescribían que no sería admitido a recibir los grados académicos “el que tenga contra sí la nota de mulato o alguna otra de ellas que tiene contraída alguna infamia”.

Cuando se instaló en Buenos Aires la Real Audiencia  -en 1785- comenzó inmediatamente a regular toda la vida forense, y mantuvo estricto control sobre las calidades personales de los candidatos a matricularse. Así, por ejemplo, el 21 de abril de 1798 decían los Oidores que “realmente no parece impropio que el tribunal averigüe la calidad y costumbres de un individuo que ha de ejercer un oficio público y tener lugar en los reales estrados” . En lo atinente a sus relaciones con el Fisco, los abogados pagaban su media anata ante el Tribunal de Cuentas “por el honor del examen practicado para recibirse de abogado de esta Real Audiencia Pretorial“.

A finales de ese siglo XVIII,  la profesión jurídica era percibida por los americanos como una “vía de respeto”. En el Río de la Plata, los hijos de familia carentes de fortuna solamente tenían como alternativa abrazar el estado eclesiástico, la milicia o la abogacía. Al respecto recordaba Manuel Moreno en la Vida y memorias de Mariano Moreno, que los criollos “si no eran herederos de una fortuna respetable, no tenían más alternativas que la de abrazar el estado eclesiástico, en que se reunía el honor con la pobreza, o la milicia en que se juntaban la indigencia y la corrupción, o bien el Foro donde se hallaba un ejercicio provechoso pero difícil de emprender porque a mas de ser dispendioso a los principios, no presentaba utilidad sino después de algunos años”. Y esto además siempre de modo relativo, porque que más adelante recuerda que su hermano solía decir en sus conversaciones familiares: “Estoy convencido que cuando un español europeo viene al estudio de un abogado criollo, es porque no encuentra un paisano a quien dar los provechos de su defensa.”

Predominaba por entonces entre los peninsulares la idea de que lo indiano no era más que lo español degenerado y que la única vía de mejoramiento posible para los americanos era asemejarse cada día más a los europeos.

En rigor de verdad, los abogados en esta ciudad capital del Virreinato eran casi todos hijos del país. Fueron ellos -por su especial preparación- los encargados de poner de relieve los defectos del régimen durante los días de Mayo.

Independientemente de la opinión política que exteriorizó cada uno de los abogados criollos, la mayoría fue vista por los europeos como sospechosos agentes de un impreciso y temido cambio social, aludiéndose por lo general al “genio alborotador de los abogados”.

No faltaban abogados en Buenos Aires en mayo de 1810, ni en julio de 1816. En la matrícula profesional se inscribieron,  desde 1785 hasta 1816, 152 letrados. Los abogados de aquel siglo XIX compartían sus días profesionales con los procuradores, que nunca alcanzaron el prestigio de los graduados universitarios.

De   acuerdo con los datos brindados por el primer censo nacional, levantado por orden de Sarmiento en  1869, había en ese año en la ciudad de Buenos Aires un total de 192 abogados, 24 doctores en leyes, 123 escribanos y 116 procuradores, habilitados profesionalmente por el Superior Tribunal de Justicia.

Quizás porque parecían pensarse a sí mismos  como los verdaderos paladines de las partes en litigio, o quizás por motivos más concretos, la injerencia de los procuradores en las causas fue siempre considerada como un mal necesario por los letrados, pero esta desganada aceptación se transformaba generalmente en abierto rechazo cuando se conocían sus escritos, abundantes en apreciaciones personales destinadas a descalificar a la contraparte. La sociedad porteña expresó numerosas críticas, más o menos explícitas, contra la mala administración de justicia durante la segunda mitad del siglo XIX.  Los abogados también se unieron al reproche, censurando a los malos colegas y a aquellos que pretendían usurpar sus incumbencias, sin haber pasado por las aulas universitarias y sin contar con la habilitación profesional.

Particularmente valiosa en este sentido es la crítica formulada por el abogado oriental Ángel Floro Costa, autor de La Curia Porteña, obra escrita en 1878, en la que el autor vuelca la  experiencia adquirida a lo largo de su vida profesional, comenzando, en primer término, por criticar la marcha de la administración de justicia:  “El pueblo entero sabe que la mayoría de los jueces no asiste diariamente a su despacho, que entran a las doce y media o la una y se retiran a las tres y media de la tarde, y algunos hay que pasan dos y tres días en sus quintas ……El pueblo entero sabe que hay cientos, millares de causas, que cuentan dos, tres, cuatro y hasta seis años, en poder de los jueces para definitiva, sin que haya medio, ni aun el de las cuñas para impedir que invada la polilla”.   

Durísimo con los jueces, pero mas con los que eran sus colaboradores inmediatos, Costa escribió: “Tampoco se distinguen por lo general, nuestros jueces por el talento, salvo siempre algunas honrosas excepciones; el cual por otra parte, en la mayoría de los casos, de bien poca utilidad es para el servicio público, pues todo el mundo sabe que con excepción de una que otra definitiva en causas complicadas, los jueces no son por lo general otra cosa que los editores responsables de todos los despropósitos que inventa la insuficiencia jurídica combinada con el interés curial de sus secretarios….”.

Como abogado que era, la prevención contra algunos procuradores adquiere en la obra del doctor Costa categoría de preocupación corporativa:

“…Hoy es procurador un cualquiera. No hay más que echar la vista en pos de esa colección pantagruélica y cosmopolita de personajes que pululan por los patios de la Casa de Justicia para conocer los progresos de la procuración entre nosotros “…esa turbamulta de aventureros salidos de las bajas esferas sociales, y hasta de vergonzosos oficios, como conocemos algunos, que son los que hoy hacen oír su voz …..en los juicios  y reuniones de acreedores midiéndose en potencia…con los mismos abogados.”

No bien la impecable guadaña de las parcas corta el hilo de la vida de algún acaudalado vecino, la curia parroquial en masa se agita, se conmueve y se llena de justo dolor. No falta algún parroquiano del difunto, curial se entiende, que insinúe en el ánimo de la viuda o de la familia, la conveniencia de iniciar la testamentaria” “Apenas asoma sus narices por las puertas de una oficina el protesto de una letra, ya el amable cartulario la toma bajo su protección y se encarga el mismo de dirigir el juicio ejecutivo. ¡Es tan fácil esta tramitación! ¿Para qué necesita Ud. Abogado? Le dice. Va Ud. a pagar honorarios inútilmente. Déjelo Ud. a mi cargo, que le costará menos.

…No bien asoma una cuestión, un litigio, ya diez oficiosos tinterillos abren magistralmente opinión sobre ella y se comprometen a dirigirla. A lo sumo, algunos más modestos, se atreven a decir que para cualquier caso de duda que ocurra, tienen un abogado amigo a quién consultar, y a quien se reservan o no dar participación en el negocio. El incauto litigante lisonjeado de este modo en su bolsillo en sus esperanza, pocas veces vacila en su elección, y vive persuadido que es su procurador, su inteligente apoderado el que hace todo.”

Los canales de ascenso social pasaban tanto por la obtención de riquezas materiales como por la del título universitario. En el caso de la abogacía pesaban en el imaginario popular su prestigio de carrera tradicional y sus habituales vínculos con el poder político. Para la mayoría de los inmigrantes que poblaron el país en los años subsiguientes, tener un vástago médico o abogado constituyó un fuerte mandato familiar.

José Ceppi, un periodista genovés que llegó a ser Director suplente del diario La Nación, refiriendo la vida cotidiana de Buenos Aires escribió en 1886 bajo el pseudónimo de Aníbal Latino: “Grande es el número de letreros que anuncian el nombre de comerciantes e industriales, porque grande es el comercio de la ciudad, que surte de toda clase de efectos a las demás Provincias de la República; pero no iguala, con mucho, al de los abogados, de los que hay una verdadera plaga, porque los argentinos, poco aficionados hasta ahora a las faenas comerciales, se hacen con preferencia doctores, sin reflexionar que no puede haber pleitos para tanto abogado, y que después tendrán que aferrarse, como a una tabla de salvación, a los empleos públicos, que para la mayor parte suele ser el principio y el fin de la brillante carrera que se prometían. Pláceme, con todo, hacer constar, que ya se inicia una reacción en sentido más práctico, y que las explotaciones industriales, y las carreras de menor aparato, pero de resultados más positivos, empiezan a merecer las preferencias de algunos”.

Las obras literarias del último tercio del siglo XIX comenzaron a reflejar las aspiraciones e ilusiones de los inmigrantes, recreadas con  mano maestra por la literatura como puede verse por ejemplo por la lectura de “Mi hijo el dotor”, obra de gran éxito, escrita por el uruguayo Florencio Sánchez en 1903.

Los tiempos del Centenario de la Revolución de Mayo transcurrieron en Buenos Aires entre importantes adelantos materiales. Se vislumbraban grandes cambios políticos  y sociales; mientras empezaban a incorporarse a la vida profesional los hijos de los inmigrantes, concretando una aspiración entrañable para sus padres.

Hasta poco después de iniciado el siglo XX la tarea profesional había estado casi siempre mezclada con  los afanes propios del comercio, la literatura o la política pero, hacia 1910, esto ya era excepcional para la mayoría de los letrados.

La creación del Colegio de Abogados de Buenos Aires  data de 1913, pero yo me voy a servir ahora del texto de un proyecto de colegiación obligatoria que presentó  en 1911 el Senador Mario A. Carranza, que por su lucidez merece transcripción parcial:

la profesión liberal es un conductor cómodo y abre el camino a todas las ambiciones, y de aquellas, la de abogado resulta la más fácil y la más indicada. Una gran parte cruzan las aulas ilustrando su carpeta universitaria con notas vergonzantes, y entran en batalla con el modesto bagaje de conocimientos pobres, sin gran inteligencia muchos, y otros menos que conocimientos, que sin embargo es necesario ganar: los amigos estimulan, los parientes soplan la vanidad, creyendo que inflados irán mas ligero y los vinculados a la familia lo paran en la calle para ofrecerle ayuda y protección.

Pero el invierno de la colación termina,  el buen traje que tal vez el sacrificio de los padres o la liberalidad del sastre consintió, es necesario renovar y junto con las exigencias de la primavera, se presentan las exigencias del pequeño acreedor que ya esperó bastante para ver traducidos en moneda los triunfos descontados al nuevo jurista.

Y el pleito no se presenta. Los apetitos se excitan en febril insomnio, y el ideal del gran pleito empieza a esfumarse en las vigilias, para  que [el joven abogado] entre a pensar que cualquier asunto resulta solución. Se busca, se espera y se rebusca; hasta que aparece la ilusa desheredada de una gran sucesión de antaño, la infeliz esposa cuyo marido está preso por estafa, o algún pobre litigante a quien ya desplumaron colegas avezados. El nuevo cliente tiene razón, el caso es fácil, se arreglará muy pronto, pero se necesita dinero para gastos y adelanto de honorarios.

Como el retrato de Dorian Gray, a la primera falta, la fisonomía de nuestro personaje se mancha con la primera herida en el alma. Corre así tras el asunto y de otros buenos o malos, mientras consigue una cátedra en el Colegio Nacional y por dos o tres años lucha amargamente, ocultando sinsabores, pasando por todo, con la esperanza del éxito.

Pero la esperanza es forzada, el ideal es ya un artificio y lo que se busca y anhela es la influencia o protección para obtener un puesto que permita vivir mientras tanto. Es aquí donde el débil fracasa y donde muy pocos resisten la tentación. ¡Que campo nuevo de operaciones ofrece entonces la política! tuvo ideales, tuvo convicciones que consideraba el sólido pedestal de su futura actuación, pero el presupuesto no llega sino a los amigos, y nuestro hombre debe abandonar el bagaje moral que le queda en la puerta de calle del personaje a quien llama y desmentirse ante el ministro que lo atiende……. ¿cual es la causa de este mal y como remediarla? La causa es la libertad sin control que tiene el abogado una vez que recibe su diploma.. ….la profesión es hoy un tráfico como cualquiera para el 60% de los mil y tantos abogados que tienen su chapa y su cuarto. El proletariado intelectual es un mal que nos inunda. Se impone como primer recurso defensivo la formación del Colegio de Abogados..”.

Apenas transcurrido un cuarto del siglo XX, y como una consecuencia directa de la creciente especificidad en la vida del Estado,  comenzó muy lentamente a mermar el porcentaje de abogados en la composición de los elencos gobernantes. En una sociedad que consideraba todavía al derecho como el conocimiento político por excelencia, los abogados aun mantenían una leve  ventaja inicial en el campo de la política. Esta modalidad no fue censurada desde el ámbito profesional, pero si lo fue desde el propio campo de la política. Así, en 1924, escribía el socialista  Eduardo F. Maglione: “no es el caso de citar ejemplos. Pero está en la conciencia de todos los que siguen más o menos de cerca nuestro ambiente judicial, que la política sólo es a menudo un socorrido medio de hacer carrera profesional, a la que se prestan con desgano los sobrantes del tiempo dedicado a los asuntos judiciales. Causa esta –bueno es decirlo de paso- de tantos fracasos personales en la carrera política. Una gran parte del éxito de los representantes socialistas se debe a su dedicación casi exclusiva a sus funciones públicas. Separar del foro a los abogados políticos provocaría, así, un doble  mejoramiento, el del foro y el de la política.”..

Como notas distintivas de este período, cabe destacar la incorporación a las filas  profesionales de nuevos elementos sociales de extracción media y, excepcionalmente, también baja. La cantidad de letrados que las universidades volcaban a la vida social  siguió registrando un aumento sostenido, porque la carrera forense se seguía viendo como una vía de ascenso por los hijos de la gran inmigración, y obraba como un polo de atracción sobre las generaciones subsiguientes, que aspiraban a compartir la vida profesional con los hijos de familias con tradición social. Al mismo tiempo, las incumbencias profesionales experimentaron un irreversible alejamiento de toda otra actividad que no fuese  la forense. Todo en definitiva contribuyó para que, en el sentir popular, la imagen deseable del abogado se alejara de las prácticas políticas y se centrara definitivamente en la tarea de pedir justicia.

El número de profesionales matriculados para actuar en el foro porteño fue aumentando desde principios de siglo. Hasta el año 1935 figuraban inscriptos en la matrícula 5.997 abogados. Al año siguiente los matriculados alcanzaban a 6.232, y  entre ellos -dato útil para calibrar la realidad de la época- solamente 35 letrados eran mujeres. Sin embargo, el número de mujeres egresadas de la Facultad de Derecho iba en aumento y, lentamente, comenzaban a incorporarse a la actividad profesional. A fines de la década del treinta existían matriculados ante los tribunales de la Capital Federal  7.041 abogados, incluyendo entre ellos 59 mujeres. Al promediar el siglo XX, durante la primera presidencia de Juan Domingo Perón, el total de matriculados se acercaba a los 10.000 abogados.

Sumándose a la literatura, pero aventajándola en las preferencias del gran público, el cine argentino de aquellos años comenzó a mostrar con relativa frecuencia la figura del abogado, rara vez en forma protagónica y casi siempre dentro del género policial,  vinculando al personaje tanto a las virtudes como a los defectos acuñados por el estereotipo popular, que todavía era proclive a mostrar la tarea abogadil como sinónimo de un éxito que en la vida real cada vez tardaba mas en concretarse.

Durante todo este período, unos pocos años antes y unos pocos  años después de la década de 1950, se empezó a generalizar una literatura “preceptiva”, generada por autores alarmados por el hecho de que, para un creciente número de curiales, la abogacía representaba únicamente una forma genérica de ocupación profesional.  

Esta prédica doctrinaria, alejada de las aulas universitarias y destinada a los jóvenes estudiantes o a noveles colegas, tuvo poco que ver con los clásicos discursos admonitorios contra la mala administración de justicia y mucho que ver con la ética profesional. Entre los más leídos figuran Etica de la Abogacía de Adolfo Parry, El alma de la toga de Ángel  Ossorio y  La abogacía, del mismo autor; los escritos de Rafael Bielsa y muchos otros. Creo que la prédica de todos ellos se resume en uno de los consejos de Eduardo Coutture autor de los Mandamientos del abogado, que dice: Trata de considerar la Abogacía de tal manera que el día que tu hijo te pida consejo sobre su destino, consideres un honor para ti proponerle que sea Abogado.

Hacia 1950, ya era de toda evidencia que,  en el Foro más grande y activo de la República,  la oferta de servicios profesionales comenzaba a sobrepasar el nivel de litigiosidad de la sociedad. Aunque no todos los graduados se convertían en abogados, cada nuevo año llegaban  a la matrícula nuevos apellidos, muchos de ellos sin ninguna tradición familiar en la vida forense. Corrían ya los años en que el mayor empleador de abogados era el Estado, y cualquier  observador hubiera podido predecir la llegada de una profesión estratificada, tal como sucedió finalmente en el último tercio del siglo XX.

Desde entonces conviven en el Foro de Buenos Aires grandes  estudios institucionalizados con los bufetes pequeños y con abogados solitarios que,  por una razón puramente cuantitativa, están casi exclusivamente ocupados en la tarea contenciosa,  aumentando la importancia del espacio judicial como ámbito de discusión de los problemas jurídicos,  en detrimento de la negociación.

A principios de este tercer mileno parece  haberse instalado de modo definitivo la modalidad de la profesión estratificada, encabezada por abogados de negocios;  socios de grandes firmas, donde muchas veces los clientes son empresas con abogados internos, que remiten con alguna frecuencia las consultas o el manejo de los asuntos a colegas o estudios externos especializados. Parece que el prestigio profesional y el peso social de la profesión de abogado necesitaran asociarse al éxito empresarial para no menguar a los ojos del  gran público.

En el otro extremo,  se advierte la existencia de una cantidad considerable de egresados automáticamente habilitados para abogar que,  por falta de preparación científica, por falta de entrenamiento profesional, o simplemente por falta de relaciones personales, no han podido conseguir una adecuada inserción laboral, integrando un verdadero proletariado universitario, siempre dispuesto a replegarse del ejercicio profesional o cuando mucho a combinarlo con  la Administración Pública, o con la militancia política, actividades ahora dominadas por la presencia de otros profesionales y también por la consolidación de la política de masas. Todo esto, mientras parece cobrar fuerza la creencia en la incapacidad del abogado para defender nuestros derechos individuales.

Ninguna de estas circunstancias ha sido sin embargo suficiente como para desalentar a los postulantes a ingresar a la tarea abogadil. Aunque  las facultades de Derecho de la República  evitan hacer cualquier tipo de convocatoria,  la matrícula estudiantil no disminuye. Sea por el aumento poblacional, sea por una arraigada sobrevaloración de la tarea de pedir justicia, o por todos los motivos que hemos enunciado. Parece evidente que, aunque muchos sostengan lo contrario, el atractivo de la profesión no amengua, antes bien, se extiende cada vez más a niveles sociales hasta ahora marginados.

Si el éxito de las actividades se midiera por el número de sus integrantes, tendríamos hoy que suponer   -ignorando las críticas centradas en la impericia profesional- que la abogacía entre nosotros está en su mejor momento…