Luciano Abel Roman.*

La Plata fue una ciudad de vanguardia. Se la identificaba como ciudad del conocimiento: polo universitario, científico, creativo e innovador. Enamorado de ella, el escritor dominicano Pedro Henríquez Ureña la bautizó, en los años veinte del siglo pasado, como “La Atenas de América”.

Fue cuna de escuelas jurídicas, médicas y artísticas de jerarquía internacional. Nombres como los de Oyhanarte o Morello (en el Derecho), Favaloro, Mainetti o Cosentino (en Medicina), son apenas algunos de los que representan a esa ciudad que supo sentir un legítimo orgullo de sí misma.

La tradición humanista, racionalista y académica de La Plata se remonta a sus tiempos fundacionales. Nació de la planificación, fue exhibida ante el mundo como un modelo urbanístico de diseño. Y se estructuró alrededor de su rol de capital y de su Universidad. Mucho antes de los nombres mencionados, La Plata albergó a grandes sabios como Almafuerte, Ameghino, Spegazzini, Vucetich y Alejandro Korn. Todos ellos, además de dejar una huella profunda, marcaron un rumbo.  Y fue un rumbo que guió a la Ciudad, quizá hasta los años sesenta. Después vinieron los fanatismos, la violencia, el fascismo de distintos signos, que provocaron en La Plata heridas muy profundas.

Pero en las últimas décadas desembocamos en algo que ha convertido a esta ciudad capital en una suerte de símbolo de la degradación argentina. Ha terminado, en los últimos 25 años, por ser casi una “zona liberada” en la que grupos mafiosos impusieron, sin demasiado disimulo y con ostensible prepotencia, sus propios códigos de chantaje y extorsión.

En los últimos meses, La Plata ha sido noticia nacional por escándalos resonantes: el de los sindicalistas Pablo “El Pata” Medina y Marcelo Balcedo (investigados como jefes de organizaciones ilícitas con múltiples ramificaciones) y ahora el del ex juez César Melazo, aparente cabecilla de una banda delictiva dedicada al robo de plata negra y a la venta de impunidad. Los Medina, los Balcedo y los Melazo no son, sin  embargo, casos aislados. No son “accidentes ocasionales”. Son, en realidad, emergentes de un sistema de degradación general que ha podido extenderse y prosperar con grandes cuotas de indiferencia social, de complicidad, de tolerancia y hasta de exaltación de los corruptos como “modelos de éxito”.

Es muy difícil, en procesos de este tipo, establecer un punto de quiebre, un momento en el cual se inicia la pendiente de la degradación. Nunca es, por supuesto, un hecho puntual. Pero si nos remontamos al mes de mayo de 1991 nos encontramos con un episodio que podría resultar anecdótico (que hasta se ha contado como un hecho pintoresco), pero que quizá nos ayude a entender qué le pasó a la capital de la provincia de Buenos Aires y qué le pasó, en definitiva, a la Argentina en materia de ética y de valores.

En mayo de 1991 murió, en un enfrentamiento con la Policía, un “célebre” jefe de la barra brava de Gimnasia y Esgrima La Plata. Se lo conocía como “el Loco Fierro”. Era un delincuente audaz. Ese día, acababa de asaltar una joyería en Rosario y en la huida se tiroteó con policías. Sería una simple crónica policial, si no fuera porque un juez federal de La Plata (reconocido hincha de Gimnasia) encabezó la despedida del líder barrabrava y exaltó su figura en un recordado discurso antes de esparcir las cenizas en la cancha de Gimnasia. Aquel juez se llamaba Alberto Durán. No sólo no mereció ningún reproche por una audacia semejante sino que al poco tiempo fue ascendido a camarista. En la Ciudad de la que se había enamorado Pedro Henríquez Ureña, hubiera resultado inimaginable que un Juez (nada menos que un Juez) exaltara la figura de un barrabrava y expusiera, sin disimulo ni timidez, su relación con delincuentes. Y si hubiera ocurrido, hubiera sido un escándalo y habría merecido –por lo menos- una dura y espontánea sanción social. Pero en esta Ciudad de principios de los noventa, nadie alzó su voz para expresar un reproche ni para recordar aquello de que un juez no sólo debe ser sino también parecer. No lo hicieron el Colegio de Magistrados ni el de Abogados; no lo hizo ningún funcionario de Gobierno; no lo hizo la facultad de Derecho. No hubo ninguna solicitada de repudio ni se registró ninguna reacción de “vecinos caracterizados”. Empezaba a verse este fenómeno de tolerar lo intolerable; de aceptar lo inaceptable; de mirar para otro lado. ¿Por qué? Quizá porque empezaba a percibirse que el código de la ética pública ya se deslizaba hacia una especie de cinismo en el que valía cualquier cosa. Quizá porque los más audaces empezaban a fijar sus propias reglas y porque la impunidad “empoderaba” a los corruptos mientas producía un repliegue de los honestos. La vara para evaluar las conductas de los hombres públicos, se puso al ras del piso. Y aquel episodio, si se quiere menor y anecdótico, nos revela –mirado en perspectiva- la subversión de un sistema de valores.

El rumbo empezó a torcerse. Las instituciones, en el mejor de los casos, cultivaron la indiferencia. En muchos otros, fueron cooptadas por la corrupción lisa y llana. Hubo muchas que actuaron con criterio acomodaticio: les convenía hacerse las distraídas. Hay grados y matices diferentes, además de haber –por supuesto- honrosas excepciones y actitudes muy dignas y valientes. Pero entre la complicidad, la tolerancia, la cobardía y la conveniencia, se favoreció una atmósfera en la que los jueces y los policías corruptos, los sindicalistas mafiosos, los banqueros estafadores y los políticos coimeros, se sintieron demasiado cómodos, se creyeron impunes (y lo fueron, efectivamente) y fijaron las reglas en una ciudad que terminó aceptando su propia degradación. ¿Cómo se explica, si no, que el Pata Medina haya sido el “dueño” de la Uocra durante más de veinte años, que Balcedo haya operado con desparpajo durante 25 años y que Melazo haya sido uno de los jueces más poderosos de la capital de la Provincia durante casi tres décadas?

La caída de ninguno de estos “personajes” sorprendió a la Ciudad. Porque esta es la otra cosa: se sabía. Las tramas mafiosas no sólo se tejían en los sótanos, sino también en la superficie. Medina había impuesto una metodología de violencia y extorsión a la vista de todos. Se había adueñado del espacio público; tomaba obradores para exigir condiciones; hacía exhibición de fuerza y alarde de impunidad. Era aceptado que para construir en La Plata había que arreglar con Medina, y por eso el valor de la construcción era un 25% más caro que en otras ciudades del país. Por eso se perdieron oportunidades de desarrollo, de crecimiento, de trabajo, de acceso a la vivienda y de mejoramiento de la infraestructura pública. Se sabía. Pero entre todos, aceptamos, durante demasiado tiempo, que así fuera.  Por supuesto, no todas las responsabilidades son iguales; no pueden equipararse la impotencia y la resignación ciudadana con la deserción de la Justicia y con la cobardía o la complacencia –por ejemplo- de las organizaciones empresarias. Pero es evidente que faltó presión social para que muchas cosas no fueran toleradas.

Melazo fue capaz, por ejemplo, de festejar un cumpleaños al que fueron como invitados jueces, ministros, sindicalistas, abogados. El festejo se hizo en su chacra (la misma en la que fue detenido hace dos meses), más parecida a una finca de Escobar Gaviria que a la casa de un funcionario judicial que, supuestamente, vivía desde hacía 30 años de un sueldo del Estado provincial. El alarde de impunidad se combinaba con ostentación de fortuna. Y a nadie, aparentemente, le resultaba chocante.

Balcedo tampoco disimulaba ni se escondía. Las extorsiones que realizaba a través de un diario cuya financiación era inexplicable, eran un dato conocido en la capital de la provincia. Hasta hubo filmaciones con cámaras ocultas. Sin embargo, pudo seguir, pudo expandir su organización mafiosa y terminó cayendo después de haber operado prácticamente sin obstáculos durante 25 años. Los que lo denunciaron (en algunos casos con coraje y corriendo riesgos personales) encontraron más dificultades que las que encontró Balcedo para llevarse puestas las reglas básicas de la legalidad.

Es necesario recordar, una vez más, que todo esto no ocurría en un paraje de frontera amparado por la lejanía, ni en una ciudad satélite o suburbana. Ocurría en el corazón político e institucional de la principal provincia argentina.

A los escándalos que hemos mencionado, los habían antecedido otros que también dejaron expuesto un profundo vacío moral. La familia Trusso protagonizó en La Plata uno de los desfalcos más grandes que registre el sistema bancario. Otro juez federal que había hecho ostentación de poder y de influencia, fue filmado con cámara oculta mientras pedía coima. Entre esos “hitos” de la corrupción, quedó evaporado el concepto de ejemplaridad y se erosionó la confianza en las instituciones. La corrupción ganó una especie de batalla cultural… Se impuso casi como la normalidad, como las reglas del juego. “Acá nadie es la Virgen María”, se repetía en varias mesas de lo que ahora se llama el círculo rojo, con la pretensión de decir que nadie estaba en condiciones de tirar la primera piedra y con el propósito de igualar sistemáticamente hacia abajo.

En este contexto, hay un hecho que también es revelador y que también se remonta a los primeros años de la década del noventa. La Universidad Nacional de La Plata aceptó, durante la primera gobernación de Duhalde, un contrato millonario con el Estado provincial para ser auditora de las obras que se ejecutaban con el Fondo del Conurbano. Eran recursos que se administraban con discrecionalidad, sin licitaciones ni compulsa de precios. La Universidad entró de esa manera en una zona oscura. Y dio el primer paso para terminar contaminada con los gobiernos de turno, entregándose, en los últimos años, al “toma y daca” de la política. Esa pérdida de neutralidad, autonomía y autoridad simbólica que ejercía la Universidad, es otra clave para explicar la degradación de la capital de la provincia de Buenos Aires. La Universidad también entró en “los negocios” con el Estado, convirtiéndose, por ejemplo, en dudosa controladora de los tragamonedas de los bingos a través de una unidad informática que recibía millones y millones de pesos por este servicio.

Todo esto ha ocurrido, además, en una capital que ha aumentado, en las últimas tres décadas, su dependencia del Estado al mismo ritmo que se ha achicado su sector privado. La administración pública engordó exponencialmente en los últimos 35 años, mientras el cordón industrial de la región oscilaba entre la anemia y la parálisis. Los proveedores, contratistas y empleados del Estado fueron moldeando una cultura parasitaria, teñida de vicios y prebendas. Y en ese contexto encontraron tierra fértil el sindicalismo mafioso; el pseudoempresariado; la economía marginal; la usura disfrazada de mutualismo; los negociados y otras deformaciones que dejaron de configurar “hechos de corrupción” para convertirse en engranajes de un “estado de corrupción”.

Lo peor, entonces, fue que se creó una cultura de la ilegalidad. Generaron un modelo perverso y contagioso. Hicieron que muchos pensaran que a la prosperidad se llegaba por la banquina. Atraparon en la telaraña de la corrupción a empresarios, profesionales, comerciantes, dirigentes, que creyeron que era la única forma de no quedar marginados. Instalaron el desaliento en aquellos que apostaban por el sacrificio honrado y pagaban sus impuestos. Crearon una especie de “burguesía marginal”, que exhibía un modelo de progreso fácil a través de negociados con el Estado, extorsiones disfrazadas de “juego de intereses”, evasión e impunidad. Durante años, casi no pagaron costos por vivir “en negro” y al margen de las normas.

Nos hemos acostumbrado a convivir con la degradación a simple vista. Las calles de La Plata están tomadas por las mafias de la venta ilegal; las barras bravas manejan negocios prósperos; hay zonas de estacionamiento o circuitos de comercio ambulante que directamente han sido entregados a organizaciones delictivas. El piqueterismo se ha hecho crónico; la inseguridad ha alcanzado extremos agobiantes y el deterioro urbanístico se ha profundizado con un ostensible desprecio por el espacio público. Las comisarías se cotizan según el volumen de las cajas negras que manejan. Son todas aristas de un complejo proceso de degradación en varios frentes. Una degradación que ha arrastrado a la clase dirigente, ha subvertido la escala de valores y ha devaluado los códigos normativos.

El caso de La Plata quizá merezca ser estudiado en laboratorios académicos dedicados a examinar la metástasis que puede provocar la corrupción en un tejido social. Mientras tanto, cualquier equipo de guionistas de Netflix podría convertir a la capital de la provincia de Buenos Aires en protagonista de una serie en la que la realidad supera por mucho a la ficción.

¿Se puede revertir la situación? Depende en buena medida de nosotros, los simples ciudadanos. Quizá debamos empezar por preguntarnos qué hemos hecho para que nos pasara esto. Desde ya que no se resuelve con gestos de valentía o de coraje individual. El desafío fundamental es de las instituciones públicas. No necesitamos héroes sino una Justicia sana e instituciones comprometidas con la ética. Pero la necesaria depuración se producirá si hay presión y demanda ciudadana. Si los colegios profesionales, las universidades, las cámaras empresarias, las ONG´s, asumen un liderazgo en la demanda ética. Y si ponen el grito en el cielo cuando un juez se ponga del lado de la delincuencia barrabrava.

Se necesita una autocrítica profunda. Esa autocrítica debe incluir, necesariamente, también a los periodistas. ¿Hemos hecho todo lo que podíamos? ¿Hemos corrido los riesgos que debíamos correr? ¿Hemos profundizado hasta donde debíamos profundizar? Por supuesto que las posibilidades del periodismo independiente se debilitan frente a un sistema generalizado de corrupción. Pero debemos ser protagonistas de esa autocrítica.

Hay señales alentadoras. Parece haber una toma de conciencia sobre la magnitud de esta enfermedad que ha arrasado con todos los códigos de ética pública. Ojalá estemos en un punto de inflexión y empecemos a recuperar los valores perdidos. Ojalá dejemos de aceptar lo inaceptable. Depende, al fin y al cabo, de nosotros.

*Director de la carrera de Periodismo de la Universidad Católica de La Plata (UCALP), Luciano Román, abogado y periodista