En la La sociedad del cansancio, de 2010, Byung-Chul Han escribió: “A pesar del manifiesto miedo a la pandemia gripal, actualmente no vivimos en la época viral. La hemos dejado atrás gracias a la técnica inmunológica”. Más que su palmario desacierto, sorprende el tono lapidario, pero no voy a detenerme en su obra variopinta, que complace y provoca tímidamente a multitudes.

Por lo pronto, en esa obra, Byung-Chul Han insiste: “El comienzo de este siglo, desde un punto de vista patológico, no sería ni bacterial ni viral, sino neuronal”. Y a continuación agrega que las “enfermedades neuronales” –depresión, déficit de atención con hiperactividad, trastorno límite de la personalidad, síndrome de desgaste ocupacional, etc.– se caracterizan por provenir del propio sistema, por ser el resultado de una sociedad del rendimiento que redunda en una sociedad del cansancio. “Somos zombis de la salud y del fitness – sostiene–, zombis del rendimiento y del bótox”.

Y en una obra más reciente, La sociedad paliativa, el mismo pensador señala que nuestra sociedad es incapaz de enfrentar el dolor. Así, el lema de nuestra sociedad sería “sé feliz”, pero no se trataría de una auténtica felicidad que, de acuerdo con Nietzsche, es gemela del dolor. En esta cultura opiácea la vida pierde su dimensión metafísica y su sentido. Más allá de que todo ello no podría aplicarse a una gran parte de la humanidad, sumida en la indigencia, creo que las propias respuestas de Byung-Chul Han a esta forma peculiar de alienación son tan acertadas como tibias y, por ende, son solamente editorialmente eficaces.

La pandemia, como quiere nuestro autor, además de fortalecer un régimen biopolítico según el cual todos somos sospechosos de ser portadores del virus, ha puesto en movimiento una verdadera “pandemia psíquica colectiva” que agudizó las “enfermedades neuronales” y puso de manifiesto la limitación de una sociedad incapaz de responder creativa y profundamente a amenazas externas que anidan en nuestra propia profundidad.

Byung-Chul Han reconoce, como respuesta a este sinsentido, la importancia de los rituales, la necesidad de recuperar el silencio, el vacío pleno hoy abarrotado de mercancías y la pérdida de toda referencia a lo bello, a lo sagrado y a lo divino. Pero tal reconocimiento es tangencial y se menciona con la débil voz nostálgica de una imposibilidad. Respeto los discursos pretendidamente “originales”, pero quizá sea más conducente la recreación de lo “originario”, es decir, de lo que connota en sus raíces más arcaicas el término latino origo (origen); “dar nacimiento” y, en definitiva, propiciar una disposición sapiencial.

Más aún, evitando los facilismos ya en decadencia de la New Age o los fundamentalismos que nada tienen de paliativos, es menester acudir a las fuentes de las tradiciones espirituales. En esa polifonía de la philosophia perennis, se insiste –sin desconocer el don– en el “cuidado de sí”; se llame “ejercicios espirituales” de San Ignacio, hesicasmo, yoga, etc., que consiste en una labor de atención interior y exterior silenciosas y simbólicas que torna a cada uno responsable de los acontecimientos.

Pero, para ello, es menester traer al presente la experiencia del “sacrificio”, comprendida como “hacer algo sagrado”, es decir, como la liberación –dolorosa y gozosa– de un yo que se entrega y se compromete con su misión. Tal acto de entrega –como quería C. G. Jung– doblega al mal, que es capaz de todo, salvo de sacrificarse.

por Bernardo Nante

La Nación, 1 de diciembre de 2021