Por Maria Zaldivar

Quedaron atrás los tiempos en que la dirigencia era digna. Muy lejos están los días en los que Alfredo Orgaz renunció a su cargo de ministro de la Corte Suprema de Justicia en desacuerdo con las intromisiones del poder político en el mundo judicial que desembocaron en el aumento, a su criterio injustificado, de los miembros del alto tribunal, y adujo “cansancio moral”.  Pasado un siglo de aquellos ejemplos, el cansancio moral se apoderó de los ciudadanos mientras los políticos, cada vez menos preparados y menos educados, ocupan espacios de poder y deciden sobre la vida, la libertad y el patrimonio de todos nosotros.

Un siglo de desatinos hizo añicos la Argentina próspera que supo asombrar al mundo. Fue un largo e ininterrumpido proceso de deterioro que desembocó en el  populismo que se apoderó de las vísceras del estado y destruyó el sistema de partidos políticos, semillero natural de futuros dirigentes. En esa orfandad, que continúa, nuestra sociedad camina ciega hacia ningún lado, apilando fallidos y malas elecciones. Porque el Congreso Nacional no pasa sin escalas de Lisandro  de la Torre a Fernando Iglesias, un entrenador de vóley que, sin inmutarse, dicta clases de ciencia política en la universidad. El deterioro fue paulatino, constante y agudo. Sandra Mendoza sólo se explica con la acumulación de errores y la anuencia por omisión de distintos sectores con peso y gravitación.

La pauperización de la política no es la única maldición nacional; es un pecado que comparte con el resto de la clase dirigente en pleno. Los empresarios, los dueños del dinero son responsables de haber colaborado en la caída; mercenarios que se empujaban unos a otros para subirse a la propuesta de país corporativo que administración tras administración se les ofrecía en bandeja. Y que ellos aceptaron del peronismo, del radicalismo, de los militares y de este último enjuague político que condensa a todos los anteriores. El poder económico le puso combustible a un modelo de país repugnante. De esa yunta de poderosos se valieron las otras corporaciones que se han dedicado a dañar, empobrecer y embrutecer este país: el sindicalismo y la iglesia.

Hacia mediados del siglo pasado, cuando el nacionalismo católico le ganó la pulseada al liberalismo republicano que construyó esta nación, terminó de delinearse nuestro destino. Se desató desde entonces una pelea sin cuartel por el mismo público, los pobres. A favor de la iglesia hay que reconocer que ella no los crea pero tampoco colabora con su extinción. El populismo imperante se atrinchera tras ellos para sustentar su poder y es así como los viene multiplicando década tras década.

Las consecuencias de hacer todo mal está a la vista: una población con 30% de pobres y millones de indigentes y marginales, evasión, trabajo en negro, corrupción en todos los estamentos sociales y anomia. Pero eso no es todo; aún entre los privilegiados que comen todos los días, que no cirujean y que hasta arañan la vivienda propia, son contados los que aprendieron a pensar. Porque la educación, nunca una prioridad, conserva el formato fascista que modelaron Perón y la iglesia católica y que ninguna administración posterior se animó a modificar.

Así las cosas, tenemos apiladas tres o cuatro generaciones de individuos sin ideas propias, sin juicio crítico, sin independencia ideológica, sin capacidad de discernimiento a las que se arría hacia más populismo, más asistencialismo y más estado generador de pobres.

Tal es la situación de la sociedad actual que, como no sabe ni hacer el diagnóstico correcto de sus propias dolencias, mal podrá sanarse. Cuando la gente se mata a tiros o a golpes, se pelea en la fila del supermercado o destrata al prójimo en cualquier circunstancia no es “violencia de género”; es violencia. La argentina se ha transformado en una sociedad violenta no por machismo sino por falta de educación, porque desconoce los buenos modales y porque el individuo no es formado en el control de sus emociones.

El individuo padece violencia a diario. La Argentina que ejerce violencia se ha convertido en sistemática: cuando el estado impide a un padre sostener a su familia; cuando la salud y la educación públicas no son una opción sino una imposición de las circunstancias porque elegir es un privilegio para pocos; cuando se hace imposible tener un proyecto personal; cuando la dignidad está hipotecada el ciudadano es maltratado por el sistema.

Hace décadas que la violencia es promovida desde el poder contra la ciudadanía. El estado es el gran maltratador y de su inconducta se desprenden las peores reacciones. El estado es disparador de conductas antisociales cuando impide la libre circulación al trabajador que no puede llegar a su trabajo permitiendo que un puñado disponga del espacio público en desmedro del conjunto; cuando ejerce violencia de género contra el varón otorgándole a la mujer la libertad de suprimir el hijo de ambos sin más trámite que el de su sola voluntad; cuando transforma el acto solidario de la donación de órganos en un ejercicio compulsivo; cuando insiste en disponer de la producción ajena para erigirse en el gran repartidor de lo que no le pertenece y cuando se niega a abandonar uno solo de los múltiples beneficios que otorga ser parte de la burocracia estatal. Mientras pertenecer al engranaje del estado siga siendo sinónimo de privilegio, sus acciones engendrarán violencia.

La clase dirigente en su conjunto es la gran responsable de nuestro estancamiento;  es cómplice y partícipe necesaria de la decadencia. Necesitamos con desesperación cambiar el paradigma; el actual está agotado. El empresariado aprovecha y el estado, por su parte, ahoga a los argentinos que, tras décadas de catequización, hasta lo defiende. La sociedad argentina padece del síndrome de Estocolmo y no se vislumbra en el horizonte nadie dispuesto a rescatarla.