Accedo a una nueva invitación del Director de la “Gazeta” del Club del Progreso a que le envíe una colaboración para ese medio. Refiero en esta nota dos anécdotas que enlazo a través de un espléndido friso de Botticelli. La primera compete a un hecho que le sucedió a la escritora estadounidense Rebecca Solnit, según lo manifiesta en uno de sus trabajos; la segunda se vincula con mi persona y remite a una visita al Museo del Prado. R. Solnit, egresada de la Universidad de California (Berkeley), célebre por su trabajo A Paradise built in HellUn paraíso construido en el infierno’, es también autora de un conjunto de ensayos publicados bajo el título Men Explain Things to Me (Haymarket Books, 2014), recientemente traducidos al español como Los hombres me explican cosas (versión de Paula Martín Ponz, Fiordo Editorial). El primero de esos ensayos, que da título al volumen, entre otras cuestiones vinculadas con política de género -asunto en el que no me inmiscuyo por no ser tema de mi competencia-, haciendo hincapié en el silenciamiento al que son sometidas las mujeres, cuenta que durante una reunión un señor, de imponente figura, tan petulante como soberbio, pretendía explicarle la tesis de un libro que acababa de publicarse sin permitir que ella pudiera interrumpirlo en su exposición. Una de sus amigas que estaba presente le comentó varias veces que ella era precisamente la autora de esa obra mas él, al estar encapsulado en su monólogo, hacía oídos sordos a lo que le estaban diciendo. Cuando, tras una pausa, tomó conciencia de su dislate, quedó sin palabras; además, para peor de males, dice la estudiosa, el arrogante señor ni siquiera había leído el libro, sólo lo conocía por una reseña publicada en el New York Time Book Review. A partir de ese hecho anecdótico R. Solnit pone foco sobre la violencia ejercida contra las mujeres al silenciarles la voz, casi como si no tuvieran estatus de seres humanos, según refiere. El negarle la voz, sostiene, es una forma de violencia. Su tesis es que cuando un hombre explica algo a una mujer, independientemente de lo que sepa sobre el tema, asume siempre que sabe más que ella. Sobre tal cuestión en los últimos años se ha acuñado el término mansplaing (man ‘hombre’; explaining ‘explicar’). El problema, añade la autora, es que “las mujeres han sido educadas para aceptar esa realidad sin cuestionarla”. La anécdota provoca una sonrisa, a la vez que invita a reflexionar.

Esta problemática, con antelación, había sido tratada, entre otros numerosos autores, por Gerda Lerner en The Creation of Patriarchy (Oxford, 1986), hay versión española (La creación del patriarcado, Barcelona, Crítica, 1990) en la que postula que solo liberándonos de la cultura patriarcal sería posible “construir un mundo que sea verdaderamente humano”.

Paso a Botticelli que en este caso, como he dicho, me servirá de puente para enlazar la anécdota de R. Solnit con una situación que viví en un museo y que narro al final de esta nota.

Entre los años 1348 y 1353 Giovanni Boccaccio, para aislarse mentalmente de la peste que entonces diezmaba norte de Italia y centro de Europa, compuso el Decamerón, contario celebérrimo en uno de cuyos cien cuentos deseo detenerme. Me refiero al octavo de la V Jornada, es decir la Jornada en que, bajo el reinado de Fiammetta, se narran historias de amor con finales felices.

El relato, conocido como “El infierno de los amantes crueles”, evoca la historia de Nastagio degli Onesti quien, enamorado de Juana Traversari, gasta su fortuna para lograr su amor, pero todo esfuerzo que realiza es en vano. Para mitigar su pena, a instancias de su familia, se retira a la pineda de Ravena donde, en una ocasión, azorado e indignado, ve cómo un caballero persigue a una muchacha desnuda a la que, tras matarla, le quita el corazón el que arroja a sus perros para que lo devoren (figs. 1 y 2). Pero, tan pronto resucita la joven, el caballero vuelve a perseguirla con idéntico propósito. Nastagio, tras increparlo, le pregunta sobre el porqué de su horrorosa crueldad. Éste le responde que, despreciado por ella, recurrió al suicidio y que, debido a esa acción, padece en el trasmundo un sinnúmero de tormentos; en cuanto a la muchacha, por haberlo desairado hasta provocarle la muerte, en la otra ribera como castigo es perseguida con crueldad por su antiguo pretendiente tantas veces como ella lo desairó y es precisamente ese tormento lo que el asombrado Nastagio tiene ante sus ojos. Y como la escena se repite con regular periodicidad, el desconsolado amante urde un plan: invitar a la familia de su amada, y también a ésta, a una cena en su tienda para que contemplen esa terrible persecución. Los Traversari aceptan el convite y, sin siquiera imaginarlo, contemplan junto al pinar, como en un teatro, ese suceso atroz (fig. 3). Dice Boccaccio que esta circunstancia provocó en Juana una súbita metánoia ‘conversión’ ya que, temerosa de que en el otro mundo pudiera sucederle algo semejante, accedió a los ruegos amorosos del joven. Para tranquilidad de sus lectores, el autor añade que vivieron felices.

La historia, de ingenuidad y suspenso increíbles, gozó de amplia divulgación en la Florencia medicea al extremo de que Sandro Botticelli, por comisión del acaudalado comerciante Antonio Pucci, con ayuda de colaboradores de su taller, la plasmó en cuatro tablas, hoy famosísimas, tres de las cuales se encuentran en el Museo del Prado, donadas en 1941 por el banquero catalán Francisco Cambó; la cuarta, referida al banquete de bodas que no está en el relato de Boccaccio (fig. 4), se encuentra en los EE.UU. en una colección particular.

Estas pinturas (temple sobre tabla, 83 x 142), en época de Vasari, se hallaban en Florencia y habrían sido encomendadas por el acaudalado comerciante Antonio Pucci como regalo para la boda de su hijo Giannozzo con Lucrezia Binni, tal como sugieren los escudos heráldicos que en la parte superior ornan estas tablas; tal la interpretación de Christopher Horne, aunque hay otras atribuciones. Los cuatro paños, pintados en 1483, formarían parte de una spalliera, es decir, un recubrimiento de madera de una sala donde se insertaría este friso alegórico, de contenido fuertemente moralizante. Se trata de un continuum figurativo que despliega una historia tan melancólica como atroz. Lo curioso del caso es que estas pinturas tenían como destino, ya el respaldo de la cama matrimonial de la joven pareja, ya la decoración de las paredes del dormitorio; ¡vaya sugerente regalo del señor Pucci para su hijo y futura nuera! Su temática está concebida como una suerte de memento o recordación del castigo que puede sucederle a una joven si no consiente en aceptar los caprichos del flamante marido, lo que pone de relieve la posición -por no decir sometimiento- de la mujer en la Toscana del siglo XV (una tradición señala que en la elección del tema de estas pinturas habría intervenido el propio Lorenzo el Magnífico, emparentado con la familia Pucci, cuyo escudo heráldico puede verse en una de las tablas). Sobre ellas el historiador del arte Georges Didi-Huberman, tras los pasos de Aby Warburg, en su Venus rajada, una suerte de ensayo antropológico sobre el desnudo femenino en la historia de la cultura, al reflexionar sobre la dimensión política de la imagen, señala que toda imagen, sin ser una mentira, “es una manipulación”.  

(fig. 1)                                                 (fig. 2)

(fig. 3)                                                 (fig. 4)

Paso ahora a referir la segunda anécdota. Ésta tiene que ver con una de las muchas visitas que hice al Museo del Prado. En una oportunidad en que me hallaba contemplando estas espléndidas pinturas observo a una pareja que, extrañada, las miraba con atención. En esa ocasión la mujer, que no comprendía el motivo del relato pictórico -sólo quien haya leído el cuento boccaccesco sobre esa historia puede entender lo que sugieren tales piezas-, preguntó a su compañero por su significado. Éste, por no quedarse callado y para dar cuenta de su “saber”, con impúdica suffisance urdió una historia disparatada, lo que parece reiterar la experiencia que tuvo R. Solnit ante un personaje altanero que, vehementemente aferrado a su habla, le silenciaba la palabra. Las sandeces vertidas por el joven que tuve oportunidad de escuchar, podrían haber servido de base para elaborar una sociología del disparate. Cuando la pandemia nos dé tregua y podamos viajar, si se acercan al citado Museo, deténganse delante de esas magníficas pinturas; tal vez, como yo, puedan escuchar extrañas explicaciones de boca de varones carentes del más mínimo sentido del pudor, según las vierten amparados sólo en un “supuesto saber”, como dice Rebecca Solnit.

por Hugo Francisco Bauzá