Hace unos meses se estrenó “La cruzada contra los runners”. Antes hubo varios capítulos “contra los chetos varados en el exterior”. Después vino “La guerra contra el mérito” y ahora llegó la cuarta temporada: “Ofensiva contra los countries”. Forman parte de la misma serie: “Esa maldita clase media”.

El gobernador Axel Kicillof ha intentado equiparar a los barrios privados con las usurpaciones de tierras. Fue una afirmación que, desde el punto de vista técnico-jurídico, no resiste el menor análisis. Es igual a la asociación entre “los barones” y “el machismo”. Sin embargo, es una frase muy reveladora: muestra el prejuicio, la incomprensión y el desconocimiento con los que se juzga a la clase media desde mullidas poltronas del poder. Para el ideologismo simplón, los countries son mala palabra; un “gueto de chetos” y evasores, de individualistas e insensibles.

Es entendible que los countries resulten incómodos para el relato del poder. Expresan, en algún sentido, el fracaso del Estado. Son la consecuencia de un Estado ausente, que ha empujado a un sector de la clase media a encerrarse en sus propias urbanizaciones en busca de seguridad, aunque eso sea al fin y al cabo una ilusión. Cada vez es más notoria la ineficacia estatal en materia de educación, salud y seguridad. También es muy marcada la impotencia o la indiferencia de jueces y funcionarios frente a la violación de la propiedad privada y a la apropiación y el abuso del espacio público. Como si fuera poco, es evidente la inoperancia (sobre todo en el conurbano) para garantizar servicios esenciales, desde cloacas y alumbrado hasta barrido y limpieza. En nombre del “Estado presente” se ha forzado una doble imposición al ciudadano. La clase media ha tenido que privatizarse: debe costearse su seguridad, su prepaga, la educación de sus hijos, además de pagar impuestos para que el Estado no le brinde nada de eso. Ese combo ha sido determinante para que se expandan los barrios privados.

Creer que esas urbanizaciones son todas iguales y que equivalen a refugios de familias ricas es tan absurdo y equivocado como fue, en 2008, creer que todos los productores agropecuarios eran grandes terratenientes. Los prejuicios siempre se alimentan de un profundo desconocimiento.

Si no se los mirara desde un helicóptero ni con anteojeras ideológicas, se vería que muchos barrios cerrados han crecido con el esfuerzo de una clase media trabajadora que ha encontrado en esas urbanizaciones la alternativa más accesible para comprar un terreno y construir su vivienda. Salvando enormes distancias, ha ocurrido algo similar a lo que pasó con el éxodo hacia colegios privados (protagonizado, en muchos casos, por familias de bajos ingresos) ante la crisis de la escuela pública. El desplazamiento hacia los barrios cerrados ha tenido que ver con la degradación de las ciudades. Pero también con la creciente dificultad para acceder a una vivienda en centros urbanos consolidados.

Los countries interpretan la legítima aspiración de una clase media que busca calidad de vida, pero también reflejan el sacrificio que esas familias han tenido que asumir ante la inseguridad urbana. En muchos casos se van a vivir a lugares muy alejados de sus trabajos, sin cloacas, sin transporte público, sin gas natural y con servicios más caros.

Castigar a los countries (como se hace impositivamente) por considerar que sus habitantes son todas familias de alto poder adquisitivo es no conocer la heterogeneidad de este universo. También es ignorar la realidad de muchísimas parejas de profesionales, comerciantes o emprendedores jóvenes que viven en esos lugares con esfuerzo y con módicas aspiraciones. No sería un problema que lo hicieran, pero no responden al estereotipo televisivo de “los ricos y famosos”. Por esa mezcla de simplificación y prejuicio, en la provincia de Buenos Aires paga más por Inmobiliario una vivienda estándar en un country que un piso de lujo en el centro de una ciudad, a pesar de que en el country el Estado no barre, no recolecta los residuos, no mantiene ni patrulla las calles, como tampoco lleva el alumbrado público. Siempre ha quedado bien, sin embargo, subir la alícuota contra los countries.

La irregularidad dominial en la que se encuentran varios emprendimientos de este tipo (sin planos ni subdivisiones aprobadas) también tiene mucho que ver con la incapacidad del Estado. Influyen una legislación confusa, un exceso de regulaciones en las que se superponen jurisdicciones provinciales y municipales, una burocracia ineficiente y un papeleo funcional a frecuentes corruptelas. Todo eso ha tejido una telaraña en la que han quedado atrapados algunos barrios cerrados en territorio bonaerense.

Entre los desarrolladores, por supuesto, habrá de todo, como en cualquier ámbito sobre el que se ponga la lupa. Habrá algunos más serios y escrupulosos que otros. Para separar la paja del trigo deberían estar la Justicia y un Estado confiable y transparente. Pero estigmatizar la figura del barrio cerrado como “lugar sospechoso” responde a la misma lógica con la que otros estigmatizan a los barrios populares: es la lógica del prejuicio. Esconde, además, una buena carga de hipocresía: ¿cuántos funcionarios o dirigentes políticos viven en countries?

Es cierto que el auge de barrios privados acentúa la fragmentación social y genera tabiques que antes no existían. Muchos los describen como burbujas urbanas que se levantan detrás de muros o cercos perimetrales. Pero ¿es culpa de los countries? ¿O es la consecuencia de un Estado desertor que ha debilitado los espacios de articulación social?

Muchas familias ven en esas urbanizaciones la posibilidad de encontrar una comunidad que se ha perdido en las ciudades. Les atrae que sus hijos puedan jugar en la calle y andar tranquilos en bicicleta, que los vecinos los reconozcan, que se cree un sentido de pertenencia.

También podría identificarse en algunas urbanizaciones cerradas una cultura de la ostentación, el elitismo y la endogamia. Como la tilinguería y el esnobismo, no son rasgos que deban penalizarse ni gravarse con impuestos. En todo caso, no nacieron con los countries ni se los encuentra solo en esas geografías de arquitectura muchas veces monocorde.

Los countries tampoco han inventado nada nuevo. En Buenos Aires, vida cotidiana y alienación (escrito en los sesenta), Juan José Sebreli cuenta que “a fines del siglo XIX Buenos Aires era un mundo exclusivamente cerrado y local, reducido a las dimensiones de un barrio donde todo estaba cerca, donde todos se conocían y participaban, en una pegajosa intimidad, de la vida del vecino”. Para bien o para mal, el country parece reproducir aquella ciudad en la que la calle funcionaba como patio familiar.

El ataque a los countries es, al fin y al cabo, otro ataque al espíritu empresario, al riesgo y a la inversión que hay detrás de estos emprendimientos, y que a muchos municipios les representa grandes ingresos, además de generar empleo. Cuando se los equipara a la toma de tierras, se envía un mensaje subliminal: “Los que se quejan de las usurpaciones no están demasiado lejos de ser también usurpadores”. Es algo más que un disparate. Es un nuevo capítulo de esta serie de incomprensión y desprecio por esa vapuleada y empobrecida clase media que cree en el trabajo y en el mérito, que no quiere subsidios y que simplemente sueña con vivir en paz. Y a la que el Estado le contesta: “Pagá impuestos y seguí sufriendo”.

por Luciano Román

La Nación, 3 de noviembre de 2020