A la mayoría de los argentinos nos gusta la historia y muy especialmente nuestra historia, que es épica y sustanciosa en hechos y ejemplos con lo que se gestó la República Argentina. García Venturini diría que la historia es lo que NOS pasó, no simplemente la sucesión de acontecimientos anteriores, independizados de nuestras personas.

Y esto ocurre con el Club del Progreso, que el 1° de Mayo del año que corre, cumple ciento setenta años (que no son pocos) y los socios sentimos cordialmente que cumplimos esa edad, porque vivimos su historia como cada una de las nuestras.

Aquel 1º de Mayo de 1852 un conjunto de porteños, convocados por Don Diego de Alvear y sus hermanos Emilio y Torcuato, creyeron que era imprescindible darle ambiente social y político a Don Justo José de Urquiza, quien había triunfado sobre Rosas — el dictador – en la batalla de Caseros el 3 de febrero del mismo año. Apenas tres meses antes.

Entrerriano de nacimiento, Urquiza era gobernador de su provincia cuando casi un año antes de la batalla, el 1º de Mayo de 1851, había dictado, desde la Plaza General Ramírez, central de Concepción del Uruguay, el Pronunciamiento contra Juan Manuel de Rosas, gobernador de la Provincia de Buenos Aires, solicitando a sus cofrades gobernadores quitarle las facultades extraordinarias que tenía otorgadas y especialmente la representación de la Provincia Unidas en el exterior, (los fundamentos de esa Petición, surgen de sus propios Considerandos). Contrariamente a este manifiesto, todas las Legislaturas de las otras Provincias habían concedido esas facultades a favor de la persona del Dictador.

Basta leer el documento de la Legislatura de Tucumán, que casi empalagosamente lo había proclamado Presidente de la Confederación Argentina, similar a la de Córdoba que lo califico, como las otras provincias, de “Jefe Supremo”.

Después de entrar en Buenos A:res, Urquiza se instaló en la residencia de Rosas en San Benito de Palermo, y allí vivió las calamidades de los días posteriores a la batalla, con el desmembramiento de las tropas de Rosas, que tomaron Buenos Aires al saqueo.

Tal fue la índole de esos días, con asaltos, robos y muertes, que hasta el propio jefe de Policía de la ciudad, el Gral. Lucio N. Mansilla (cuñado de Rosas y padre de Lucio V.), visitó a Urquiza en la residencia de Palermo para ponerlo al tanto de la situación. Un conciudadano observador de esos hechos, señaló que, después de una entrevista con el general, junto a otros amigos, volvieron a la ciudad, “a la que encontramos en manos de la chusma entregada al pillaje y saqueo de los negocios, preferentemente de las joyerías”.

Todo ese desquicio dio lugar al dictado de un Bando, por el cual disponía que: “en el término de ocho días de la publicación de este bando, todo individuo que se halle en la calle robando, y que se le tomase in fraganti, será fusilado en el término de un cuarto de hora y en el mismo lugar que la perpetración del delito”.

El resultado de esa medida fue de 70 muertos esa misma noche, a quienes se los capturó y ejecutó en el lugar “y a la mañana siguiente continuó el procedimiento hasta que las ejecuciones ascendieron a 100”. Miguel Esteves Seguí anotó: “Fue todo una horrorosa carnicería, pero fue el único medio de contener en su principio un mal que hubiera puesto en mayor consternación y peligro a esta ciudad”.

La dureza de estas medidas hizo murmurar a los centros audibles de la Ciudad, por las que se comparada a Urquiza con Rosas en sus procedimientos de orden, afirmándose que era uno muy parecido al otro y que la batalla no había servido para liberar a la Confederación de la tiranía. Sin embargo, la historia demostró y con creces, que Urquiza venía con otro ánimo bien distinto al anterior.

Así es que sus amigos y compañeros de lucha, acordaban la fundación de un Club en el que se daría a su jefe, el ambiente propicio para la imprescindible vida política siendo encargado del Poder Ejecutivo, tal el rango que se le había encomendado.

Cuando María Sáenz Quesada escribió por el sesquicentenario del Club dijo con la claridad que la caracteriza, que no obstante los acontecimientos producidos “hubo espacios para iniciativas que apuntaban, como en el caso del Club del Progreso, a establecer un clima de tolerancia y respeto mutuo”. Vale la pena la transcripción, porque por encima de los avatares sufridos por la República, el Club del Progreso subsiste con ese prestigio.

No en vano han pasado por su nomenclatura hombre y mujeres de calidades destacables, al punto que, en determinado momento, su existencia refleja la historia viva de la Ciudad, como así la del país entero. Pongamos de ejemplo como provincianos al propio Urquiza, Sarmiento, Avellaneda, Roca, Figueroa Alcorta, Victorino de la Plaza y muchos más a los que se agregaron los porteños de Alvear (incluido Marcelo T.), Mitre, Pellegrini, los Sáenz Peña, Alem, Yrigoyen y enorme cantidad de contemporáneos de todos ellos y los que los siguieron hasta el día de hoy.

Por cierto que los que se hicieron socios del Club, fueron los adversarios y enemigos de Rosas, del que casi era pecado referirse al Tirano o a toda su familia. Así ocurrió en la Comisión Directiva del Club, cuando, en su reunión del 11 de Julio de 1855, se aprobó el ingreso de Bartolomé Mitre y se rechazó el pedido de Lucio V, Mansilla, seguramente por su vínculo familiar con el vencido en Caseros. Una vez acallados los estertores de la batalla, fue aceptado come socio.

Siempre hemos pensado que ninguna otra institución del país, por prestigiosa que sea, puede tener una placa como la ubicada en el hall anterior al Comedor principal en el primer piso de nuestra Casa, que enumera a los dieciocho socios del Club que ejercieron la presidencia de la República, encontrándose entre ellos porteños y provincianos. El Dr. Raúl Alfonsín, que también figura allí en chapa aparte, se hizo socio después de ejercer la presidencia.

Dato destacable en la historia de estos ciento setenta años, es que el Club ha tenido fama de ser de ambiente político radical, lo cual no es absolutamente así, ya que pueden contarse entre sus socias y socios, los más variados pensamientos y convicciones, de allí las interesantísimas controversias a las que puede asistirse en sus reuniones. Esa tradición deviene —seguramente- del lugar al que quiso ir el Dr. Leandro N. Alem para terminar sus días voluntariamente, como lo hizo.

Pero el propio Alem destacó ese aspecto en el que hemos puesto interés, que es el ambiente de “tolerancia y respeto mutuo” es decir de amistad y complacencia. Así lo dijo aquél ilustre socio en carta dirigida a otro amigo y consocio como era Martín M. Torino, a quien, en la posdata de la carta que le escribió comunicándole su decisión, le manifiesta: “Perdóneme el mal rato, pero he querido que mi cadáver caiga en manos amigas y no en manos extrañas, en la calle o en cualquier parte”. Así fue siendo llegado el coche de caballos, en cuyo viaje al Club —ubicado en el Palacio Muñoa, en Victoria y Perú- Alem terminó con su vida, sus restos fueron depositados en la mesa que se conserva en la entrada, junto a su retrato. Se cuenta en la tradición oral, que quien lo recogió fue Roque Sáenz Peña.

Es de esperar que estas pocas referencias a la Historia de Club del Progreso, puedan servir de relación y de entusiasmo por homenaje a la tradición de sus esencias, que como lo dijeron sus fundadores, ha de ser el lugar para reunir las ideas y los hombres para lograr e! progreso moral y material del país”.

Han transcurrido ciento setenta años y el País se encuentra en conflictos de vida institucional y política similares a los del tiempo de la fundación de Club del Progreso. No perdamos la ocasión de que desde nuestra añosa Casa, pueda salir, como prenda de unidad, la paz y la concordia que soñaron los constituyentes de 1853.

por Guillermo Moreno Hueyo