“Cuando gozamos de algo entregamos una parte de nosotros mismos al identificarnos con aquello que nos proporciona el placer. Pero cuando sufrimos, lo que se entrega es todo lo que se es. Por eso, para amar hay que saborear el sinsabor que traspasa el cuerpo material y llega hasta las vísceras del espíritu”
Hay conceptos de difícil comprensión. A ello hay que añadir que, por lo general solemos conocer partes de una cosa, pero no la cosa en su totalidad. Así, el amor. El amor, más que definible es experimentable. Hay que entregarse a él. Arriesgarse. Confiarse. Es una sensación que se mantiene en la equidistancia de la duda y la verificación personal. Algo parecido al que viendo por primera vez el mar siente recelo; sólo lo vencerá arrojándose para comprobar que no se hunde y que, por el contrario, abrazándolo, lo funde en él.
Solemos dividir el amor en humano y divino. Como aquello de los dos “cogitos” (pienso, luego soy, diría Descartes. Y también, creo, luego soy, que diría Pascal) En realidad hay una sola fuente, y para el hombre ha de situarse ésta de la parte que es capaz de hacerle concebir una esperanza más allá de la percepción caótica del mundo.
Para entenderlo, aventuremos diseccionar la palabra “amor”, después trascenderla y finalmente entregarla confiadamente.
De la teología podemos tomar la cita neo-testamentaria 1 Jn 4,7-9 que se remite al origen. Si partimos de la respuesta del hombre, Machado, en su obra “Juan de Mairena”, nos dice, poniendo la frase en boca del filósofo apócrifo Abel Martín: “Amar a Dios sobre todas las cosas es más difícil de lo que parece”. Y ello por cuatro razones.
La primera es que “creamos en Él”. A lo que debemos puntualizar, antes de continuar. ¿Y qué es creer? Porque con facilidad deducimos que la fe consiste en afirmar una idea que ha de satisfacer nuestras dudas o carencias. Y esto nos plantea un nuevo interrogante. ¿Quién no duda? ¡Si como decía “aquél” ha de dudarse de todo, incluso del hecho de dudar! O echando mano al sentido práctico de la necesidad ¿Existirá en función de responder a mis preguntas o satisfacer mis necesidades? Porque, en tal caso lo que se daría es la proyección divinizada de mis anhelos, en cuyo supuesto, bien haríamos en prestar alguna atención a los detractores, que si bien recelan o niegan de tal posibilidad, al menos nos dicen dónde no debemos buscarlo.
Retomando a Machado, aquí en sentido positivista. Y si creemos ¿cómo entenderlo? ¿Y desde qué perspectiva? ¿La de los filósofos (esto es, apañarse cada cual con la suya propia)? ¿O más bien poner nuestra confianza allí misma donde no somos capaces de racionalizarla, en el soporte del “Tú” que se me escapa por todas partes? Porque, una divinidad cosificada dejaría de ser tal. Allá donde la inteligencia reconoce su límite y admite que sólo se hará cognoscible cuando quiera, cómo quiera y dónde quiera es posible esperar (1 Ro 19,3-15) A tumba abierta. Sin soportes mentales.
“Que creamos en todas las cosas”. ¿Y qué son todas las cosas? Si está demostrado que un “todo” está compuesto por “partes”, y admitimos que nuestro conocimiento es parcial, ¿cómo pretender abarcar el todo de todo? A lo sumo nos relacionaríamos con cosas, algunas cosas, pero sería imposible abarcar todas las cosas.
“Que amemos todas las cosas” Amar implica, más que dar, darse. Es sabido lo que nos cuesta dar, y más aún, darnos. No dar una cosa, sino a nosotros mismos. Y si ello ha de llevarnos a renunciar a una parte del “yo”, tratándose de una cosa, cuánto más eso de amar a todas las cosas. Misión humanamente imposible.
“Que amemos a Dios sobre todas las cosas”. La conclusión ha de plantear un interrogante: ¿Cómo amar lo desconocido? Pues, la razón es insuficiente para conocerlo. Y nada más y nada menos que amor en grado superlativo, pues ha de llevarse más lejos de todo. Y llegado aquí, pregunto: ¿Cambiaría algo si tradujésemos “amar” por “confianza”? La dificultad por adjetivar algo imposible podría mejor entenderse como entrega confiada, incluso más allá de lo racional. Mientras que la razón tiene límites, la confianza es el riesgo razonable de un sentimiento; el hombre todo tiene necesidad de esa determinación si quiere soportar el peso de su propia realidad, sin dejarla caer bajo el lastre del vacío, superando el agujero nihilista de un existencialismo sin sentido ni primero ni último.
Tomar el toro por los cuernos, como diría el clásico, haciendo de las palabras del filósofo literalidad- tal él mismo sugiere- implicaría la contemplación perfecta, inasequible a los propios santos. Y es que de santidad andamos justitos.
Al ser inabarcable el amor, necesita ser atravesado. El pensador G. Thibón puede ayudarnos a su comprensión, partiendo de la limitación humana en el sufrimiento, a la que sigue la angustia extrema y concluye en el abandono, sabiéndose el hombre incapaz de responderse.
El hombre, para poder pasar del amor humano (que es restringido) al divino, (que es infinito) y trascender sus fronteras, ha de sumergirse en el túnel del pesimismo. Precisamente por saberse circunscrito a su “yoidad”, que no puede liberarlo de sus límites. Se sabe constreñido e incapaz de escapar a su destino, tratando de encontrar alguna razón de esperanza mientras cuelga en el madero desnudo de su humanidad crucificada. Es éste el momento en el que siente una voz interna que grita con todas sus fuerzas aquello que tanto temía Michelet: “¡Mi yo, que me lo arrebatan!”. Es la rebelión de su naturaleza, hecha para la eternidad, y el deseo que no puede ser ahogado.
Es ésta una pregunta largamente aplazada durante todos los años de su existencia y que ahora se le hace presente con crudeza, y en el límite entre ser y no ser, al no depender de sí mismo, experimenta su total impotencia. Sin embargo, la realidad de ese último instante no puede obviarla, sino que ha de asumirla. ¿No ha de haber, ni siquiera el eco de una respuesta a su necesidad más vital? La reflexión ha de traerle el sabor amargo de la exasperación. El mundo no puede contestarle, pues está hecho de su propia materialidad y lo que él busca en última instancia ha de proceder del espíritu. Humanamente, racionalmente, todo se le antoja perdido, pero en el fondo hay un soplo inaprehensible que le acompaña. Su sentido de lo medible y lo empírico le agobia como un dogal. La súplica y la certidumbre penden del hilo de la esperanza, más allá de él mismo. En ese momento, tal vez recuerda la agonía del Crucificado (Mc 15,34 y Mt 27,46). Primero, la oración cautiva del yo “Si es posible, pase de mí este cáliz”. Después, la desesperación “¿Por qué me has abandonado?”. Finalmente, el abandono “En tus manos encomiendo mi espíritu”
¿Cómo será el proceso particular de cada hombre? ¿Mejor no pensarlo, o quizá reflexionarlo serenamente desde la distancia que media entre ese instante y el presente?
Una última meditación nos lleva a la incomprensión del intelecto, algo que para unos resultó escándalo y para otros es necedad (1 Cor 1.22-23) La razón es incapaz de comprenderlo, ya que se sitúa fuera de su alcance, en un plano diferente, en un encuentro entre la metafísica y la materialidad. Es el abrazo crucificado en el mal y que sin embargo confía en que no ha de ser la última palabra.
La escena es descrita por J. Moltmann, teólogo protestante, situándola en un campo de exterminio nazi. Dos hombres y un niño son ahorcados en el patio de la prisión de Auschwitz. En un acto de crueldad extrema, un grupo de prisioneros es obligado a presenciarlo. Mientras el niño se balancea en la soga, uno de ellos pregunta al que tiene junto a él: “¿Dónde está Dios ahora?”. Ante su silencio, insiste: “¿Dónde está?” Entonces, como respuesta escucha una voz que, señalando al ajusticiado, dice: “¡Ahí está: en ese niño!”.
¿Puede el contorno de una bala proyectar la sombra de la cruz?
Este acontecimiento manifiesta la impotencia ante el mal. Para unos es provocación y sandez. Para otros, injerto de lo divino en lo humano. La superación de toda malignidad. Es el momento en el que el hombre ha de abandonarse a un amor humanamente inaccesible o dejarse abrazar por el escepticismo más corrosivo.
Por Ángel Medina