El hombre se pregunta por aquello que suscita su admiración. Quiere conocer el porqué de las cosas. No le basta con lo que ve y necesita saber de dónde vienen. Incluso él mismo. Se sabe humano y trata de explicarse desde el Humanismo. Hasta la Ilustración todo descansaba sobre el teocentrismo (Dios como respuesta), pero a partir del siglo XVI la Ilustración lo sustituyó por el antropocentrismo (el hombre como centro de todo). Para satisfacer las necesidades del mundo sensible y de la inteligencia, se basta el propio hombre.
Los humanismos como respuesta global a quién es el hombre presentan diversos problemas y la Historia muestra hasta dónde dan de sí. Basta citar las dos grandes corrientes de la modernidad que pretenden humanizar el mundo.
Una es el comunismo. Anverso: hay que liberar a todos de cada uno. Reverso: el Uno (el Estado) se erige en dueño absoluto de las voluntades y amo de la libertad. La otra es el capitalismo. Anverso: Democracia, libertad y liberalismo. Reverso: unos pocos poseen mucho y muchos poseen poco. En suma: desigualdad.
La resolución se aleja de las posibilidades sociales y políticas. Ni siquiera el propio hombre tiene capacidad de hacerlo. Pues, llevando impreso en su existencia el deseo de no terminarse, la muerte, su compañera más íntima y a la vez la negación de la vida lo constriñe al tiempo, y este hombre concreto necesita desertar de él y vivirse por siempre, algo que escapa a sus facultades.
Desgarrado por la fuerza de dos titanes, la razón, que niega aquello que no abarca, y su deseo de no terminarse, necesita levantar los ojos por encima de sí mismo en busca de una respuesta. Pero, para ello ha de situarse ante sí. Toda resolución comienza por una demanda. El todo se compone de partes. Por eso, ese puzle de preguntas que buscan respuesta ha de ordenarlo. Sólo de esta manera podrá satisfacer las exigencias de su inteligencia.
El ser humano es consciente de que lo que no existe no puede darse vida a sí mismo. Por eso ha de situar ahí la primera de sus interpelaciones. ¿De dónde proviene el hombre?
Si todo efecto ha de tener una causa, también el hombre ha de tenerla. Llegado al principio de toda evolución habrá de admitir el creacionismo como lo menos incomprensible. Necesariamente ha de darse un Absoluto como fundamento. De lo contrario, él mismo es un absurdo.
Pero, situado aquí hemos de replantearnos la pregunta. Si Dios no necesita de nada ni nadie, ¿por qué crea al hombre? Si alteramos “necesidad” por “amor” es posible que encajemos el por qué. El amor no puede permanecer en él-mismo, sino que es expansivo y tiende a comunicarse. De ahí del porqué del hombre como consecuencia del amor divino.
La segunda pregunta guarda estrecha relación con la primera. ¿Para qué se nace? La respuesta es: para ser.
El hombre es un ser- en- proyecto. Desde la evolución de una bestia ha de transitar por la vida con el fin exclusivo de convertirse en la criatura que “todavía-no-es-pero- ha- de- ser”. Del mono al hombre. Una simple mirada a la Historia nos hará comprender que la actitud humana dista muchas veces de serlo. Véase si no los actos de barbarie de uno de los muchos holocaustos. Ya lo esbozó aquel Kant con su filosofía. Su primer tratado “Crítica de la razón pura” hizo comprender la imposibilidad de llegar a Dios a través de la razón suficiente. Sin embargo, el segundo “Crítica de la razón práctica” arrojó las normas por las que el hombre podía regirse para alcanzar convertirse en lo que de él se espera y abrirse a Dios. Sólo así podrá aprehenderlo. Aunque habrá de entender que su pensamiento ateo de creerse suficiente por él mismo le imposibilita a encontrar ese camino
El Absoluto ha confiado al hombre su existencia. Para ello le ha otorgado la libertad, y por tanto podrá rechazar o aceptar a su creador como su destino final, lo que equivale a satisfacer o no su ansia de inmortalidad. Entregar su consciencia a la nada o al Dios del que procede y al que va, que, en el ínterin de la vida, le indica el camino mediante un humanismo verdaderamente humano y trascendente.
Esto conlleva algo importante y es entender la razón del dolor. Es la tercera pregunta que se hace el hombre: ¿Por qué se sufre? ¿No sería mejor no haber nacido, si se viene al mundo con la hipoteca del sufrimiento y la muerte? Y enredando aún más, la pregunta del millón: Si existe el mal es porque el que todo lo ha creado lo permite; si lo permite es porque no es bueno. Y si no puede evitarlo, es porque no lo puede todo. Es lo que se preguntaba el viejo Epicuro en su razonamiento. ¿Es esta la conclusión?
El amor comunicativo que hace posible la existencia del hombre implica la libertad. De lo contrario, la criatura que permaneciese con Dios carecería de voluntad, es decir, no habría aceptado libremente la dádiva de la vida eterna, sino que le vendría impuesta. Y el amor no se impone, sino que se da como don a quién lo recibe. Para que sea posible la elección libre ha de tener una voluntad decidida y por tanto emancipada. Ha de elegir entre el bien y el mal. (Deut. 30 15-19)
Estas piezas permiten encajar el enigma de la existencia, que se resumiría de esta manera. El amor crea al hombre, pero para que acepte el don y vuelva libremente a él sitúa la vida como el periodo en el que ha de hacer prevalecer su criatura el libre albedrío, esto es, elegir entre la nada final y la vida eterna. Para ello, lo primero que el hombre tiene como misión es la de hacerse entender la imposibilidad de superar la muerte por sí mismo.
Cuando Orestes le dice a Júpiter “Apenas me has creado, he dejado de pertenecerte”, aquel otro literato existencialista está explicando con su fábula “Las moscas” aquello del pecado original tan incomprensible. Un hombre que se emancipa de Dios está condenado a perderse. Es una falsa ilusión parlante. Un efecto sin causa no puede existir. Y como se ha perdido en el laberinto de preguntas que no sabe responderse, el don le ha sido renovado mediante el acercamiento al mundo de la propia divinidad encarnada en el Hombre. Y muchos lo rechazaron, colgándolo en un madero.
Ya lo dijo el clásico. Se trata de ser o no ser. Sería bueno el preguntárselo cada cual y no arrastrar el pensamiento con los pies.
por Ángel Medina