No se trata de desconocer las diferencias que atraviesan a la sociedad, sino de reconocer que todos somos parte de una misma comunidad política.

El juego de la gallina es una competencia en la cual dos automovilistas conducen vehículos en direcciones opuestas sobre el mismo carril. Si ninguno se desvía, la colisión es inevitable; si uno de ellos lo hace y el otro no, quien se desvió pierde y pasa a ser considerado la “gallina”, en tanto que el otro, supuestamente el “valiente”, gana.

Estudiado por la teoría de juegos como una forma de negociación, lo que resulta claro es que si ambos se desvían tienen poco para ganar, pero si ambos continúan en el rumbo de colisión tienen todo para perder. Ese es el juego que, desde las elecciones del 11 de agosto, están jugando Mauricio Macri y Alberto Fernández. Es cierto que ellos mismos fueron víctimas de una trampa que no diseñaron: la falla de las PASO, respecto de las cuales se había dicho todo a favor y todo en contra, pero no se había dicho que podían provocar la situación en la cual un presidente en ejercicio pierde una cuota sumamente importante de poder, mientras que quien lo desafía recibe una cuota equivalente en el terreno simbólico, pero nula en el institucional.

El efecto tan imprevisto como nocivo de las PASO se vio magnificado por el contexto de extrema polarización en que se desarrolló la campaña electoral, y, más grave aún, la vida pública argentina desde hace más de una década. Una polarización en la que cada antagonista pretendió, más que defender sus escasas virtudes y los pobres resultados de sus respectivas gestiones de gobierno, descalificar al adversario desconociendo su legitimidad.

La polarización no es exclusiva de la Argentina: de Brasil a México, de los Estados Unidos a Gran Bretaña, de Italia a Colombia, la escena política de las democracias occidentales está cada vez más tensionada entre opciones polares que obligan a los individuos, cuando deben tomar posición, a hacerlo por su identificación con una fuerza política particular y no con base en su propia reflexión autónoma ante cada problema. Al igual que en otros países, la polarización ha comenzado también a corroer la democracia argentina, al menos por cuatro razones.

La primera es, justamente, la negación de la legitimidad del oponente, uno de los rasgos característicos que, en un libro reciente, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt incluyen en una breve serie de “signos de alerta” que deben ser tenidos en consideración, porque cuando aparecen indican un deterioro de la democracia.

La segunda razón es que la polarización hace que cada fuerza política hable principal si no exclusivamente a su propio público y proponga, en consecuencia, una agenda sesgada sobre los intereses, valores y propósitos que satisfacen solamente a sus votantes. De este modo, ambos contendientes pierden de vista el interés general.

Tercera razón: el efecto combinado de una agenda sesgada sobre el interés de los votantes propios y la deslegitimación del adversario, en el marco de una campaña confrontativa, tiene como efecto desatender la verdad expresada en el voto de quienes acompañan a la oposición. Cada voto es portador de un mensaje: hay en él ideas acerca de cómo debe ser el país, de las esperanzas y temores de quien lo emite. De una campaña polarizada, el ganador sale convencido de que lo que triunfó no es una breve y ocasional mayoría (o una primera minoría), sino que piensa que triunfó su razón.

Hay, por fin, una cuarta razón por la cual la polarización degrada la democracia: convierte a los ciudadanos en militantes, en personas que ceden su autonomía al partido o al líder: hablan con eslóganes y obedecen instrucciones. Un ciudadano hace de su autonomía su virtud: utiliza argumentos y no reconoce más autoridad que la ley ni acepta otra persuasión que la de las razones públicas. Una democracia es sólida si la sociedad civil lo es, es decir, si está integrada por personas independientes, críticas, que ponen al poder bajo un estado permanente de sospecha y se obligan a escrutar sus actos, cuestionar sus malas decisiones, intervenir en la vida pública de un modo activo e intenso cada día. El militante es una herencia de la vida religiosa y de la vida militar. El ciudadano es resultado de la invención de la política como esfera autónoma. Convertir a los ciudadanos en militantes significa quitar a la democracia a la vez su sentido y su fortaleza.

En los días transcurridos desde las elecciones primarias hemos visto exacerbarse los efectos de la polarización: dos candidatos que se sienten obligados a responder a la demanda de sus seguidores, para los cuales, en buena medida por la acción previa de esos mismos candidatos, los votantes del adversario son sus enemigos. Esa exacerbación produjo un agravamiento de la situación económica del país, una crisis que puede acelerar su dinámica convirtiéndose en una catástrofe a la vez económica y social. La polarización, la transferencia de responsabilidad de uno a otro de los candidatos, no hace más que acercarnos a un precipicio al que ya hemos caído en otras oportunidades y del cual cada vez es más difícil salir. Solo hay una única forma de evitar la caída: la cooperación, el único juego que los dos conductores, que aceleran sus coches enfrentados, no parecen dispuestos a jugar.

La sociedad argentina ha perdido en los últimos años dos extraordinarias posibilidades: bajo el gobierno de Néstor Kirchner, la de realizar fundamentales transformaciones sociales y económicas; bajo el de Mauricio Macri, la de realizar no menos fundamentales transformaciones institucionales y políticas. Hay una posibilidad por delante, que es la condición previa para volver a intentar cualquiera de las otras: reconstruir la amistad cívica. La amistad cívica no supone desconocer las reales y profundas diferencias que atraviesan a la sociedad, y que son parte de la vida pública. Significa, simplemente, reconocer que todos somos parte de una misma comunidad política, que todos nuestros reclamos son legítimos y que nuestras ideas, temores y esperanzas merecen ser respetados y tenidos en cuenta.

“Vamos a volver”, gritan unos. “No vuelven más”, responden los otros, alentados por sus respectivos líderes. Pero nadie se fue y nadie debe volver: todos estamos aquí, en esta casa común que nos empeñamos en seguir destruyendo, y que solo puede comenzar a reconstruirse si se cambian las reglas de un juego destructivo por otro de cooperación. Es en las crisis cuando es posible conocer la altura de los dirigentes. Los nuestros no parecen entender la gravedad del momento. Es posible que ninguno se desvíe del rumbo de colisión. La forma que tienen ellos de ganar es la que nos hace, a todos, perder nuevamente.

por Alejandro Katz

FUENTE: La Nación, 3 de septiembre de 2019