Teatro Colón de Buenos Aires, jueves 31 de mayo de 2018

Egipto siempre ha despertado una extraña sensación en la que se mezclan el misterio, la fascinación y un reconocimiento a la creatividad e inteligencia del ser humano. A la  incertidumbre de los orígenes de una sociedad que, en un medio ambiente aparentemente poco amigable al desarrollo de la vida, descubrió el rumbo para superar los calores abrasadores del desierto, se le suma el hecho de encontrarse en el nudo de un área geográfica en donde se entrecruzaron desde el inicio de los tiempos históricos los conflictos socio-políticos y religiosos más extremos; esto pondera el ascenso de una civilización que fue basal para el derrotero que iría tomando la cultura de Occidente. A partir de estos elementos podemos comenzar a entender la avidez de legos y académicos por captar información sobre el lejano y antiguo Egipto, y el magnetismo que aún continúa despertando sobre las mentes inquietas de todas las edades aquella nebulosa conformada por estructuras arquitectónicas monumentales, dioses, avances científicos sospechados de alienígenos y sabiduría ancestral.

La ópera “Aída” de Giuseppe Verdi surge como un hito fundamental en el imaginario europeo del antiguo Egipto; pero esta concepción que ha sido impuesta en el ambiente artístico desde su estreno en la Noche Buena de 1871 en el Teatro de Ópera del Jedive en El Cairo, no es antojadiza ni está desprovista de elementos con suficiente rigor historiográfico. Desandar el camino de la gestación de esta ópera es una tarea que enseña y explica mucho de nuestra realidad, considerándonos herederos de las costumbres de vivir entre la ambición y el pecado, propio de los eurófilos. “Aída”, tal vez como ninguna otra obra de teatro de prosa o musical, es la excepción a todos los intentos de resignificación, de cambiar la inmutable concepción que combina un vestuario ostentoso con voluminosos practicables, y una asfixiante saturación de elementos  “orientaloides” extraídos de los relatos tempranos del siglo XIX. La célebre escena de la “Marcha Triunfal” parece ser una especie de maldición que persigue a esta ópera grandiosa del Maestro, que impide alivianar ese cuadro concertante de arquitectura musical asombrosa; despojada de tanta “pompa y circunstancia exótica” “Aída” aparece como un drama romántico bastante intimista, caracterizado por el sempiterno triángulo amoroso.

La génesis de la obra presenta varias aristas completamente disociadas, y cuyo factor aglutinante fue los deseos de gloria del khedive Ismail Pachá, conocido como el Magnífico, virrey de Egipto. Un primer aspecto se explica por el cholulismo de quien no escatimó recursos para llevar adelante un proyecto faraónico, pero insertado en una época en la que ya se respiraban las consecuencias irreversibles de la Revolución Industrial. La historia lo recuerda como el originante de Aída y también como el líder que participó activamente en la gestión que concluyó con la apertura del Canal de Suez, pero también lo condena nominándolo como el gobernante que sumergió a Egipto en una deuda impagable debido a la pésima administración de su economía, lo que allanó el camino para que l corona británica se quedara con el país.

Permítanme una breve reflexión sobre las consecuencias el horizonte sociopolítico egipcio tras el arrebato, entre tantos otros, de Ismail, de despilfarrar cifras siderales de fondos públicos en un sinnúmero de ítems con prioridades relegadas; de ninguna manera vamos a hacer que esta ópera grandiosa cargue con la cruz del destino de la tierra de los faraones, pero lo cierto es que a tan solo cuatro años de que “Aída” subiera al escenario del Teatro de Ópera del Jedive en El Cairo el entonces primer ministro del Reino Unido, Benjamin Disraeli, convenció a la Reina Victoria sobre la conveniencia de comprar las acciones de la Compañía del Canal de Suez que Ismail había puesto a la venta. Con la estrategia de tomar el control de la ruta hacia la India Británica, la colonia más rica del imperio inglés, y con el aporte de los fondos para financiar la operación por parte de la Casa banquera Rothschild, la vía interoceánica quedó bajo la bandera británica. En 1876 Egipto se declaró en suspensión de pagos, e inmediatamente recibió el mensaje de la voluntad de ayuda que le brindaría la comunidad financiera internacional a cambio del cumplimiento de severas medidas económicas establecidas por una comisión conjunta de los países europeos acreedores, dirigida desde Londres. Bajo la apariencia de aliviar los problemas en las finanzas egipcias, Gran Bretaña llegó a controlar la mitad del PBI, la conformación del gobierno, el ejército y la administración nacional, aunque nominalmente la monarquía egipcia mantenía la autoridad en el país. Dejamos para los lectores la tarea de dilucidar si cualquier semejanza con la realidad actual que viven ciertas naciones es, o no, mera coincidencia.

Así como no deberíamos cargar las tintas sobre la decisión de Ismail, criado y formado culturalmente en París, de aprobar el contrato por el monto abonado a Verdi por “Aída”, que como veremos era muy cuantioso, tampoco se debe desconocer que durante su gestión el khedive intentó sacar a Egipto del atraso en el que estaba sumergido, destacándose su participación en la construcción del Canal que comunicaba al Mediterráneo con el Índico, obra de una envergadura para la cual el país no tenía la suficiente solvencia.  Otras modificaciones en los aspectos administrativos y fiscales que apuntaban a modernizar y occidentalizar la estructura de las instituciones desataron la reacción de los movimientos nacionalistas pro-musulmanes que rechazaban estos cambios. No obstante, y a fin de emitir opinión, sería prudente considerar la incidencia de la impronta “europeizadora” en la cultura y en la sociedad egipcias, particularmente en las clases activas y dominantes, luego de que algunas décadas antes Napoleón, al desembarcar triunfante en Alejandría, conminara a la subordinación, la que queda evidenciada  revisando el párrafo siguiente de su discurso: “¡Tres veces felices los que estén con nosotros! Prosperarán en su hacienda y en su condición. ¡Felices los que permanezcan neutrales! Tendrán tiempo para conocernos y se pondrán a nuestro lado. Pero ¡desaventurados, tres veces desaventurados los que se opongan y combatan contra nosotros! No habrá esperanzas para ellos: ¡Todos perecerán!”.

 

Volviendo a la afortunada creación de esta maravillosa ópera, otra de las características inseparables del proceso por el cual “Aída” vio la luz, fue la intervención del egiptólogo francés Françoise Auguste Ferdinand Mariette quien no escatimó esfuerzos visitando museos y acudiendo personalmente durante casi seis meses a los yacimientos arqueológicos del Alto Egipto y a los predios donde se levantan los grandes monumentos con el propósito de documentarse en el diseño para los decorados y demás objetos escenográficos que ambientarían la puesta en escena. Sus bocetos contienen no solamente los dibujos que ilustran accesorios y vestuario, sino un gran número de citas y anotaciones que enriquecen los documentos; ellos están conservados en la Biblioteca de la Ópera de Paris y en la Biblioteca Nacional de Francia. Es interesante apuntar que Mariette estuvo también preocupado en sustentar al argumento con elementos creíbles, proyectando las antiguas características descubiertas en las ruinas a las costumbres de la época. Conocedor también de la lengua egipcia, combinó su percepción con la obra de mayor envergadura con que se contaba en aquel momento sobre el país, la Description de l’Egypte, producto de la invasión napoleónica.

Otra cuestión, tal vez intrascendente para el progreso discursivo del drama, pero que habla a las claras de la pretensión de Mariette de apuntalar el argumento con verosimilitud histórica, es la inclusión de la guerra egipcio-etíope. Realmente, a los melómanos poco nos importa si Amonasro y su hija fueran, por ejemplo, congoleses, sirios, argelinos o marroquíes, o de ninguna de esas nacionalidades como efectivamente sucede. Por otro lado, el devenir de lo que se cuenta tampoco se vería modificado con la perspectiva histórica de casi 150 años, pero el hecho significativo que valoriza el trabajo del egiptólogo es la recreación de un conflicto contemporáneo a la época en que esta obra se iba gestando. En rigor de verdad, la disputa está “al rojo vivo” actualmente, y responde al recurso natural más importante de la región, y tal vez de toda África: el río Nilo. El exótico curso de agua es el segundo más largo del mundo, detrás del Amazonas, y es el resultado de la confluencia de otros dos ríos, el Nilo Blanco y el Nilo Azul. El sistema baña una cuenca que posibilita el desarrollo agrícola y social a diez países, y que abarcando tan solo un 10% de la superficie africana, crea las condiciones favorables para la vida de una población que llega al 50% del total del continente.

La documentación histórica que abunda a partir de mediados del siglo XIX da prueba de que el río Nilo fue clave en las relaciones internacionales del noreste africano y que habiendo cesado la presencia formalmente dominante de franceses y británicos en las regiones donde nace, aún continúa ostentando una diferencia geoestratégica de máxima trascendencia para la región. No se ha encontrado una solución por la vía diplomática a la cuestión de la regulación de los caudales hídricos, de los cuales Kenia y Etiopía controlan más del 85% de las aguas que descienden por el afluente Nilo Azul y que desaguan por Egipto. A título meramente informativo, los portales de noticias internacionales han abundado desde enero de 2018 en reportes sobre el fortalecimiento militar en las zonas fronterizas tanto con tropas etíopes como egipcias a raíz del recrudecimiento del conflicto originado a partir de la construcción de una gigantesca represa en Etiopía (Represa del Renacimiento) que relegaría a Egipto a un papel secundario en el control de las aguas. ¿Qué tiene que ver todo esto con “Aída” de Verdi? Nada, pero tal vez ofrece una interpretación adicional con fundamento geopolítico al nudo del conflicto militar por el cual Radamés, por mucho que le pese, se gana la mano de Amneris, y Amonasro procede a extorsionar a su hija para que el Capitán de la Guardia “pise el palito” y rife los destinos de la batalla y la vida de sus conducidos a través del paso de Nápata. Les puedo asegurar que durante la función, lo que menos se cruza por mi mente es la incidencia que la regulación de los flujos de agua en la tierra de los faraones tiene sobre, por ejemplo, la línea melódica de “O patria mia”, romanza que por otro lado habla del cielo y las brisas, de las colinas y perfume de las orillas, pero poco aporta a la problemática hídrica planteada. Más allá de esta disparatada especulación, deseo reforzar la seriedad y compromiso con que Mariette emprendió la construcción argumental y detalló la composición escenográfica de “su” Aída.

A todo esto Giuseppe Verdi estaba disfrutando de un largo período de serenidad luego de haber transitado el territorio de la “grand opèra” tras la premier parisina de “Don Carlos”. En una carta dirigida a su amigo Cesare De Sanctis, el Maestro expresa que no lo agobiaría escribir una nueva ópera pero que la gran dificultad radicaba en hallar un tema que le gustara, de lo que podemos inferir que estaba abierto a encontrar un argumento que lo motivara. La intermediación del empresario teatral Camille Du Locle, que fue co-director del teatro Opéra-Comique de París, y que colaboró completando el libreto de la ópera antes mencionada, posibilitó que el trabajo de Mariette llegara a las manos de Verdi. El 26 de mayo de 1870, desde su residencia de Sant’Agata, el compositor le envía una misiva a Du Locle diciéndole que leyó el relato egipcio: “Está bien hecho; ofrece una espléndida ‘mise-en-scène’ y hay dos o tres situaciones que, si bien no son nuevas, ciertamente son muy bellas”.

En una carta fechada el 16 de julio de 1870, Verdi le escribe a su amigo Giusseppe Piroli: “¿Le conté en qué estoy ocupado? ¿Adivine? ¡En componer una ópera para El Cairo! ¡Uf! No iré a ponerla en escena: tengo miedo de quedarme allí, momificado”. Lo cierto es que Verdi se interesó en la historia de Mariette, y parece ser que uno de los elementos que más lo movilizó fue la figura de Amonasro, el rey etíope caracterizado por su patriotismo. Luego de paladear la obra, y a pesar de no ser uno de los pasajes que se ejecutan con mayor frecuencia en las galas,  o que se celebran efusivamente en las representaciones completas, a los ojos de este comentarista el Maestro incluyó al barítono en la escena culminante de toda la obra. El acto tercero arranca con el estremecedor duetto entre padre e hija “A te grave cagion m’adduce, Aida.” (“Un grave motivo me conduce hasta ti, Aída”), dejando atrás la opulencia de escenas que tientan a la saturación y la congestión de los movimientos de masas corales, figurantes y bailarines, para proyectarse hasta el final de la ópera con un dramatismo que la destaca como ejemplo de teatro-musical de excelencia.

A nadie se le va a ocurrir que Verdi estaba preocupado o involucrado en la disputa referida más arriba por el agua entre egipcios y etíopes, pero sí se puede intuir que tomó partido por estos últimos, de manera congruente con su espíritu y actuación política desarrollada a lo largo de su vida. El enfrentamiento que se expone entre una potencia imperial y expansionista, caracterizada por esclavizar a los pueblos invadidos y levantar pirámides, templos y edificios asombrosos a costa de las vidas de propios y ajenos bajo el yugo del látigo inmutable e insensible, y un pueblo rebelde, que no se sabe muy bien por qué lucha, pero que se arriesga en búsqueda de la libertad y un mejor pasar, deriva en la imagen inflexible de los sacerdotes egipcios que matan al tenor-valiente,  su héroe. El Maestro compone un Amonasro barítono, negro, tosco, violento, definido como “un guerriero indomabile,  feroce”, casi el arquetipo del “villano” en la ópera romántica, y sin embargo lo exime de esa cualidad denigrante transfiriéndole la etiqueta de “atipático” al sagrado, impoluto, brillante coro gregoriano de religiosos egipcios. Habían transcurrido unos 100 años de melodrama, y encontramos a Verdi casi en las antípodas de los símbolos mágicos mozarteanos que, por ejemplo ofrecía un Monostatos despreciable contrastando con Sarastro y sus sacerdotes que adoraban a los simbólicos  Isis y Osiris, los masónicos bondadosos del siglo XVIII.

Verdi revela una decidida y avasallante imagen de empresario al comunicarle a Du Locle sus condiciones para que este se la retransmita al “poderoso magnate” que estaba interesado en el ambicioso proyecto. En una misiva fechada el 2 de junio el compositor estableció que él sería quien daría la orden de escribir el libreto, él también seleccionaría al director para las representaciones en El Cairo y que, aunque cedía la propiedad del libreto y música solamente para Egipto, retenía los derechos de autor de “Aída” para el resto del mundo. Por esos días el virrey Ismail Pachá le transferiría la friolera de 150.000 francos oro, cifra que solamente expertos economistas podrían traducir a valor actual pero que sin lugar a dudas resulta descomunal, para que el Maestro compusiera una ópera alegórica, con lo cual el proyecto quedó decididamente en marcha.

Unos pocos días después, Verdi le escribe a su editor, Giulio Ricordi: “Ahora debemos pensar en el libreto, o mejor dicho, en escribir los versos, dado que lo único que ahora necesitamos son versos”. Verdi no conocía casi nada sobre Egipto y comenzó a nutrirse de información de varias fuentes: láminas ilustrativas de paisajes y ambientes, la música de compositores europeos supuestamente inspirada en sensaciones orientales, visita museos (Florencia) buscando instrumentos musicales faraónicos, trompetas, tambores, liras de 34 cuerdas, flautas dobles, elementos para la percusión, etc. Así podemos decir que desarrolla una especie de “romanticismo oriental a la europea”, con la inclusión de elementos externos al contexto íntimo de la trama, característica que ubica a “Aída” en la jerarquía de “grand opèra”, con la abundancia de ballets y escenas de conjunto multitudinarias. El primero de ellos en el cuadro en el que las sacerdotisas le piden ayuda a los dioses en el Templo de Fthà al finalizar el primer acto, luego la danza de acróbatas esclavos al comienzo del segundo para secreto regocijo de la hija del faraón en la sala privada de Amneris, para culminar con otro ballet tras el gran desfile de las tropas victoriosas con el majestuoso coro “Gloria all’Egipto, ad Iside”, que el Jedive adoptó como himno nacional por aquellos años. Estas escenas colosales encierran pequeñas gemas del género lírico, duetos, tríos, y un recitativo evolucionado que rompe métricas, rimas y formas preestablecidas, lo que dan cuenta que el Maestro no renunciaba a su idea de crear una historia moderna, de carácter intimista, recurriendo a su “parola scenica”; la confrontación entre los dos personajes femeninos, la fuerza expresiva del monólogo del rol protagónico “Ritorna vincitor”, y los últimos dos actos de son la prueba.

Con la anuencia e intermediación de Ricordi acude a Antonio Ghislanzoni, quien ya había colaborado con Verdi en “La forza del destino”, y que unos años más tarde escribiría los versos en italiano de la escena del Marqués de Posa y el Rey del acto II de la revisión de “Don Carlo” de 1875. El profuso intercambio epistolar entre ambos da cuenta de que el Maestro restringe al poeta a la “versificación”, interviniendo en casi todas las escenas de fuerza dramática. A título de ejemplo mencionaremos que cuando, a mediados de agosto, Ghislanzoni le entrega un primer parcial sobre el acto primero, Verdi le escribe: “… me parece que esta escena de la consagración no alcanza la importancia que yo esperaba. Los personajes no dicen eso que siempre deben decir, y los sacerdotes no son lo suficientemente sacerdotes. Me parece que la ‘parola scenica’ no está, y si está, está sepultada bajo la rima y bajo el verso, y entonces no sale afuera limpia y evidente como debería”.

El Maestro, que sabía perfectamente bien lo que quería, fue sumamente celoso con la complementación del trabajo con su libretista desde el comienzo. El 7 de noviembre Ghislanzoni había entregado todo el material, y ese mismo día Verdi le escribe a su editor diciéndole: “… ha finalizado, pero hay un montón de trabajo para rehacer. Se nota que tiene miedo sobre qué poner en el final. A mí no me asusta nada, y voy a mostrar a Amneris arrodillada sobre la piedra que sella la cámara subterránea, cantando un Requiem, un ‘De profundis’ egipcio”. Aquí el Maestro se refiere a uno de los salmos más arraigados de la tradición católica, llamado “De profundis”, en virtud de sus primeras palabras en latín, y que más allá de su connotación fúnebre es por sobre todo un canto a la misericordia divina y a la reconciliación con Dios (con las disculpas del caso, y sin pretender alardear, cito que la célebre epístola homónima escrita por el genial Oscar Wilde data de 1897, casi un cuarto de siglo después de “Aída”).

El compositor no ocultó lo que le indicaba su inconfundible sensibilidad teatral, motivo por el cual ya en un primer momento le había confiado a Ricordi sus dudas sobre Ghislanzoni: “¿Podrá hacer este trabajo para mí? No debe ser un trabajo original; dígaselo claramente. No tiene que hacer otra cosa que escribir versos…”. El “vesificador”, como sería considerado, jamás obtuvo el crédito de ser el creador de una sola escena de “Aída”, a tal punto que el Maestro indicó que en la impresión original del libreto, como en los afiches del anuncio del estreno en El Cairo, se leyera “Parole di Ghislanzoni”; desde que la obra se dió en La Scala la costumbre premió al poeta con la mención “Versi di Ghislanzoni”.

Estos párrafos han pretendido ilustrar algunos aspectos del proceso de composición de esta ópera espectacular, ambientada en una atmósfera egipcia a la italiana (este género que nos da tantas satisfacciones todo lo permite: en el Acto I el Rey canta: “Or, di Vulcano al tempio muovi, o guerrier.” ¿El Templo de Vulcano en Tebas de vaya uno a saber qué Dinastía?), no exenta de la típica trama romántica del melodrama decimonónico, apelando a la recurrente competencia sentimental, el amor no correspondido y la consumación  del mismo en una esfera no terrenal, con el condimento político-militar que gatilla el desenlace.

El Teatro Colón de Buenos Aires repuso esta ópera celebrando los 110 años de la inauguración de la sala el 25 de mayo de 1908; la anterior sede de la institución, aquella que se elevaba en la manzana que hoy ocupa la casa central del Banco de la Nación Argentina en diagonal a la Casa Rosada, ostenta el poco común mérito de haber sido el primer teatro en el que se dio “Aída” fuera de Italia en octubre de 1873, casi dos meses antes que subiera en Nueva York.

La producción es una reposición de Aníbal Lápiz que respeta el diseño del año 1996 del maestro Roberto Oswald, pero que basándose en los bocetos originales fue renovada por otro colaborador cercano al querido regissèur, Christian Prego. El paso del tiempo despierta inquietudes y genera diversas impresiones, dependiendo de la óptica dramático-musical con que se la mire. En el amplio escenario del Colón vemos practicables voluminosos, con relativa coherencia con la idea de monumentos monolíticos que a priori relacionamos con el Antiguo Egipto; en los dos primeros actos la propuesta fue de extrema simetría e inmovilidad, tan solo alterada por los ballets preparados por el coreógrafo Alejandro Cervera, y desplazamientos sumamente prolijos de los conjuntos corales y de figuración. Las dependencias íntimas de Amneris fueron delimitadas por un cortinado de una belleza plástica que da para la polémica, aunque funcionalmente parece ser aceptable. Un telón intermedio bajaba y subía aceleradamente en algunos cambios de cuadro, dejando a los protagonistas del fragmento casi en el proscenio. Los últimos actos, que se desarrollan a la vera del Nilo, mostraron una proyección sobre el piso de cierta impresión acuática, y sobre uno de los costados la entrada a un templo con figuras alegóricas. Otra forma diferente a la convencional, como ya dijimos, es casi improcedente en esta obra, y como gran crítica señalo que, en mi personalísima opinión, se generaron baches de varios minutos en la resolución de algunos cambios de escena que como es costumbre provocan murmullos, un concierto marginal de “ringtones” de celulares, el corte inevitable y la consecuente caída en la tensión dramática lograda, y hasta la angustiante y decadente estampa del director musical con la mano en alto, pidiendo silencio a la audiencia para dar la orden de reinicio a la orquesta. La incorrección del público que continúa parloteando durante varios compases es verdaderamente exasperante, pero la responsabilidad que le cabe a la règie por permitir que se produzca tal situación, por demás sabida de antemano, también es insoslayable y difícil de comprender.

El diseño de la iluminación del experimentado Rubén Conde no fue muy novedoso ni permitió embellecer algunas escenas; muy intensa en los primeros dos actos cuando ese telón intermedio se levantaba, y tenue, pero sin matices, en los últimos dos. El maestro Lápiz deslumbró en su carácter de vestuarista, oficio que domina como pocos. Aparte de la fastuosidad que exige la expectativa con que llega el asistente promedio a una función de “Aída”, logró una impresión estética sumamente agradable por la armonización de colores, el detalle de la confección y la calidad de las telas utilizadas en las ropas, que son las mismas que en 1996. Una breve reflexión sobre este aspecto de la puesta que muchas veces se aprecia, pero no despierta mayores sensaciones, es que el vestuario es algo que se debe adaptar no solo a cada personaje sino también a quien lo interpreta dicho papel, y que este último está exigido por el canto y el texto, las más de las veces en diferentes idiomas al nativo, las marcaciones actorales impartidas por el director escénico, los desplazamientos, las irregularidades del piso, o escalones en el decorado, etc. En declaraciones periodísticas el responsable de la puesta y del vestuario en particular comentó: “El vestuario va con la persona. No hay nada peor que te pongan algo que no te sienta, o que te haga sentir incómodo. Tengo que hacer un poco de psicólogo de los cantantes y convencerlos”. No nos olvidemos que en esta producción hubo tres elencos diferentes.

Que el maestro Carlos Vieu es una garantía de poder gozar brillantez y emotividad de una interpretación orquestal es cosa archiconocida. Su profundo conocimiento de las partituras que conduce, no solo en notas, tiempos y silencios sino en todos los modificadores que matizan y le dan una personalidad diferencial a cada ejecución, es un sello que lo identifica. En esta oportunidad me sorprendió más aún pues armonizó de una manera superlativa al foso en función del material canoro en las tablas. Apenas alguna nota hipergrave, de dificilísima audición, fue solapada por la orquesta, mientras que el contrapunto entre recitativos declamados, ariosos y el sustento instrumental fue administrado con una calidad propia de una grabación comercial. Desde mi punto de vista solo se le debe recriminar alguna pausa un poco más prolongada de lo recomendable al final de algún cuadro y antes de arrancar con el siguiente, lo que desató alguna desafortunada explosión de aplausos que tiran abajo la densidad dramática lograda. Más allá de este detalle casi absurdo de mi parte, fue muy interesante observarlo marcar incansablemente las entradas de los protagonistas y los coros y las intervenciones de los grupos instrumentales, gozando de la música y de los movimientos de brazos y balanceos en el podio, y como ya hemos señalado, hasta tuvo que “retar” a la audiencia por el murmullo maleducado en algún entreacto/entrecuadro. Los coros bajo la dirección del maestro Miguel Martínez, sencillamente descollaron por el empaste de las voces, la precisión del canto y su musicalidad.

El jueves 31 de mayo cantó el sindicado como primer elenco; la protagonista del “title-rol” fue la soprano estadounidense Latonia Moore, quien debutó en el Met de Nueva York en 2012 con este papel. Poseedora de un timbre de una belleza fuera de lo común nos ofreció una Aída para el recuerdo, no solo por su caudal y precisión en la entonación, sino por la gama de matices con que pinceló su canto. Los pasajes hacia el grave, el pecho acongojado, pero sin asperezas, y la autoridad lírico-dramática en el monólogo “Ritorna vincitor”, contrastando con la suavidad (aunque sin apianar o filar) en la elevación hacia los agudos extremos en el aria del Nilo y la serenidad propia del cuadro final, compusieron una prestación memorable. Algunas indicaciones de la dirección escénica parecen cuestionables, como por ejemplo hacerla salir de escena tras el declamatorio referido mientras la orquesta ejecuta los compases finales, lo que injustamente menguó el calor de la merecida ovación. Si le sumamos una correctísima y comprometida gestualidad podemos redondear que hemos disfrutado de una figura de verdadera calidad superior.

El heroico general de los ejércitos egipcios, Radamés, fue encarnado por el tenor italiano Riccardo Massi, quien lució una voz con un buen volumen, color relativamente oscuro para la cuerda, agudos empobrecidos en armónicos aunque bien impostados, y que se adaptó a los requerimientos del rol con diferentes eficiencias. Justo es apuntar que el papel es de los más difíciles de Verdi no solo por sus 32 si bemoles, sino porque particularmente tres de ellos son de una exigencia decididamente aterradores para más de un tenor consagrado. El agudo final de la romanza “Celeste Aida”, el que debe darse en pianísimo en la frase “un trono vicino al sol”, es el si bemol más temido casi de toda la biblioteca verdiana, debido a que se da ni bien comienza la ópera y por la manera de elevarse desde la tesitura central. No obstante hay otros dos momentos de tensión, el “Immenso Fthà” en el primer acto y el “Sacerdote, io resto a te” en el acto tercero, luego que es descubierto revelando al enemigo la ruta del ejército. Pero no termina todo con esas notas apenas un tono más abajo del mítico do agudo o con el requerimiento spinto del comienzo. En el cuarto acto, durante la escena con Amneris, el canto de Radamés debe ser casi heroico, muy dramático, con una línea muy baja, que según como sea encarada puede empalidecer el completamente opuesto modo lírico-ligero de la escena de la tumba. Este otro Radamés que canta el “O terra addio” es casi un Nemorino, y además debe dejar de lado toda la tensión confrontativa que tuvo con Amneris unos minutos antes, para serenarse y encontrar un lirismo plácido y melancólico. Y fue en este último espacio en el que el Sr. Massi nos brindó su mejor costado, con una excelente fusión con la soprano, haciendo gala de una serena musicalidad. El flanco más flojo lo mostró en su desempeño gestual, en la resolución de los movimientos de brazos y posicionamiento corporal durante sus intervenciones, déficit que tal vez sea compartido con la marcación escénica.

La princesa Amneris, hija del faraón, que acá es el rey, es un personaje dramatúrgicamente  riquísimo, tal vez el más real y fiel reflejo de las pasiones humanas, con las exageraciones que el melodrama sugiere. La mezzosoprano búlgara Nadia Krasteva ofreció una actuación deslumbrante desde su presencia y autoridad escénicas. No escatimó apelar a los quiebres dramáticos de su voz, asombrando con una emisión de pecho potente y color parejo, no destemplado ni entrecortado. Su participación en el dúo con Radamés “L’aborrita rivale a me sfuggia”, y la siguiente escena del juicio “Ohimè! morir mi sento.” fue casi una “master-class” de canto dramático, rematada de una manera extraordinaria con el “Empia razza!”, que aunado a su despliegue gestual despertaron un cerrado reconocimiento a la hora de los saludos. Adicionalmente, lució una colección de vestidos y accesorios verdaderamente dignos de la hija de un rey.

El barítono norteamericano Mark Rucker fue Amonasro; con un timbre áspero y algo metálico, cantó con buen conocimiento de la parte, aunque la emisión no pareció lo imponente que el rudo personaje reclama, en especial en el esperado fragmento en que increpa a Aída y remata con “Non sei mia Figlia…! Dei Faraoni tu sei la schiava!”. Sus desplazamientos fueron limitados, actitud que una vez más no sabremos si se debió a las dotes actorales del intérprete o a las indicaciones emanadas desde la dirección escénica.

El bajo italiano Roberto Scandiuzzi protagonizó a Ramfis, el sumo sacerdote que empodera a Radamés y luego lo sentencia, simbolizando la intolerancia y absorbiendo como hemos señalado más arriba, toda la negatividad propia de los papeles de “villanos” con que Verdi eximió al rey etíope, el barítono. Dueño de una larga y exitosa trayectoria, proyectó una imagen de solvencia y potencia de emisión muy celebrada en los saludos, en un papel que ofrece pocas posibilidades para el despliegue actoral, aunque exige que la transferencia a la audiencia se haga a través del “decir”, de la modulación de la voz, de la intención y expresión en el canto; un gran desempeño. Completaron el elenco el bajo Lucas Debevec Mayer como el Rey de Egipto, la soprano Marisú Pavón en el papel de la sacerdotisa y el tenor Raúl Iriarte en el rol del mensajero, en los tres casos a la par del gran nivel de canto de los protagonistas extranjeros.

“Aída” es el arquetipo de la ópera de los festivales de verano, al aire libre, en escenarios no diseñados pero adaptados para el género, lo suficientemente espacioso para grandes desplazamientos de conjuntos. Alguien alguna vez dijo: “Pienso en ‘Aída’, y en mi mente aparecen los elefantes desfilando al compás de la Marcha Triunfal”. Más allá de la inconsistencia en la cuestión de la fauna y del hecho de que en Egipto no hay ni hubo elefantes autóctonos, lo que está suficientemente comprobado por la ausencia de representaciones de dichos animales en la abundante documentación sobre dioses, jeroglíficos, imágenes alegóricas, etc., la fastuosidad de las célebres puestas en la Arena de Verona durante el siglo XX marcaron una tendencia que quedó marcada a fuego. Nació y perduró la tradición en aquella primera representación acaecida el 10 de agosto de 1913 en la que desfilaron por su escenario 280 comparsas travestidas en guerreros y esclavos, danzaron 126 bailarinas, reforzaron los bronces con 98 músicos adicionales a los 128 maestros que integraban la orquesta, y se escucharon a los protagonistas gracias a las maravillosas cualidades acústicas del lugar, en épocas donde la amplificación era impensada, todos bajo la dirección general del legendario Tullio Serafin. El público y la prensa especializada aclamaron la versión y así fue como “Aída” pasó de ser una ópera, una “grand opèra” si queremos, a un espectáculo de masas, con proyecciones sin límites, que logró fusionar el gusto y entusiasmo popular con la exclusividad y moderación de las élites.

Esa singularidad que ostenta “Aída” de Verdi, que restringe la libertad de acción de directores, productores, escenógrafos, vestuaristas, iluminadores e inclusive priva al público de una apreciación más encuadrada dentro de los cánones del teatro musical, fue muy bien amalgamada en las funciones que ofreció nuestro Teatro Colón de Buenos Aires, que asimismo no pudo dejar de incurrir en la multiplicación de la representación a través del bienvenido streaming, en este caso en simultáneo a un apéndice de la platea en la Plaza Vaticano, al aire libre, y aunque sin elefantes, para alegría del pueblo melómano y del que no lo es también.