Corría el invierno de 1973 cuando tuvo lugar una interesante disertación por parte del teniente general Juan Domingo Perón, en la cual el fundador del Movimiento Peronista –exhibiendo una amplia sonrisa y gran satisfacción–explicaba públicamente, con gran admiración, las enseñanzas del líder chino Mao Tse Tung respecto de que lo primero que debía discernir un hombre cuando conduce –y se refería a la conducción política– era establecer, claramente, cuáles eran sus amigos y cuáles sus enemigos; agregando –como un pensamiento ya propio– que, consecuentemente, el conductor debía dedicarse a darles “…a los amigos todo, y a los enemigos… ni justicia. Porque en esto no se puede tener dualidad”.

Pocas expresiones resultan tan desafortunadas, inapropiadas y antidemocráticas como aquellas formuladas por el conductor y fundador del movimiento político más importante y gravitante en la historia de nuestro país en los últimos setenta años –un movimiento que, a la sazón, hoy ejerce el poder a través de una coalición electoral y de gobierno–.

Se trata esta –sin duda– de una visión política y de un mandato inequívoco tendientes a generar una profunda grieta que separe a la sociedad en dos bandos claramente diferenciados en permanente batalla y confrontación, en los cuales solo uno de ellos –los “amigos”– pueda tener acceso a los beneficios derivados de la Constitución y a la satisfacción de sus propias necesidades; mientras que el otro debe permanecer marginado de ellos.

El contenido de la tan declamada “reforma judicial” impulsada por el presidente Alberto Fernández y su equipo de gobierno –que incluye a los legisladores de la coalición gobernante– viene a confirmar en cierto modo la vigencia actual de tal apotegma en el ideario político de quienes hoy ejercen circunstancialmente el poder.

En efecto, a poco que se analice el contenido de las modificaciones que se intenta introducir al deteriorado régimen de administración de justicia, podrá advertirse que ellas consisten exclusivamente en una mera reforma de la Justicia Federal, con especial foco en intentar diluir el poder de los juzgados conocidos en la jerga tribunalicia como “Comodoro Py”, y de reconformar el régimen del Ministerio Público Fiscal, jaqueando la independencia que le atribuye a esta institución la Constitución desde 1994, como una suerte de cuarto poder del Estado.

Por cierto que no es una mala iniciativa aquella de pretender reformular un área tan controvertida del régimen de administración de justicia como la correspondiente a la Justicia Federal en lo Criminal y los tribunales federales multicompetentes en razón de la materia del interior del país, muchos de los cuales se encuentran a los ojos de la opinión pública y de los ciudadanos comunes bajo un manto de sospecha en cuanto a su funcionamiento y eficiencia; y a los que se les suele atribuir conductas reprochables tales como el manejo poco transparente de su dinámica procesal –sujeta a los avatares gubernamentales y eleccionarios que se van sucediendo–, ser políticamente influenciables y la sospecha de sufrir una fuerte interferencia y mantener –a la vez– una intensa interacción con oscuros servicios de inteligencia –a los que el Presidente suele caracterizar como “sótanos del poder”–.

Pero esta intención –loable, por cierto– no puede catalogarse exagerada ni pretenciosamente como la gran y trascendente “reforma de la justicia”. Se trata solo de la reforma de una parte bastante menor de ella; y muy especialmente de aquella parcialidad que tiene impacto en un área específica en la cual tramitan los graves casos de corrupción que afectan a “los amigos”; es decir, a estos sujetos a quienes hay que darles “todo” en razón de su amistad y por su pertenencia a uno solo de los bandos en pugna, persiguiendo solucionar favorablemente todos los problemas e inconvenientes que pudieran afectarlos o incomodarlos, en vinculación tanto con sus bienes como respecto de su libertad.

Ninguna propuesta de reforma se promueve desde el Gobierno sobre la transferencia a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires de la Justicia Nacional en lo Civil y la Justicia Nacional en lo Comercial, de modo que no existan ya más en territorio de la Capital Federal dos justicias federales diferentes. Tampoco se alude a la eventual transferencia de la Justicia Ordinaria en lo Criminal de Instrucción y en lo Criminal y Correccional a dicha ciudad, luego de la reforma constitucional de 1994. No hay iniciativas –tampoco– para combatir la inseguridad, el flagelo de la violencia de género, ni los femicidios que asuelan diariamente a nuestra sociedad.

Menos aún se promueve alguna iniciativa moderna, interesante e innovativa para la utilización de inteligencia artificial bajo mecanismos de algoritmos, con el propósito de generar –sobre la base de los hechos del caso, los antecedentes, los datos y las estadísticas– una primera propuesta de solución tentativa del conflicto, que pudiera significar para las partes una rápida solución al mismo con algún grado de aceptación, que conforme una salida con un razonable nivel de satisfacción para todas las partes involucradas, como ocurre en los países más modernos. Algo que –por cierto– podría ahorrar muchísimos años de desgaste, lucha, trámite y trabajo a hombres y mujeres que hoy están llenos de desesperanza. Las sentencias definitivas en nuestros tribunales, además de llegar tarde, suelen generalmente perder significatividad respecto de lo sustancial del litigio –por el paso del tiempo, los avatares propios de la inflación y la imposibilidad final del demandado de cumplir con la condena, entre otras muchas razones–, dejando un alto grado de insatisfacción en todos los litigantes.

Tampoco se contemplan, en la tan proclamada “reforma”, herramientas procesales novedosas, ágiles y dinámicas para los tribunales de familia, ni mecanismos innovadores en materia de niñez y adolescencia, con la provisión de equipos interdisciplinarios de expertos con propósitos de análisis y apoyo a la labor judicial y la de los asesores en este campo tan sensible, traumático y complejo.

¿En qué cambiará, entonces, la tan proclamada “reforma judicial” la vida de los hombres y mujeres comunes que transitan diariamente los tribunales asolados por sus conflictos personales, familiares y patrimoniales? Seguramente en nada; para su desgracia.

¿En que cambiará esta “reforma judicial” la vida de los “amigos”? Seguramente en mucho; y para su bien.

Casi cincuenta años después del mensaje del teniente general Juan Domingo Perón, los argentinos asistimos hoy a una suerte de reformulación –desde el poder– de aquel apotegma proclamado en 1973; aunque –esta vez– expresado de un modo más dramático, inequitativo y omnicomprensivo: “A los amigos todo; al resto de los hombres y mujeres comunes –enemigos o no– ni siquiera una justicia efectiva.”

por Daniel R. Vitolo

La Nación, 31 de marzo de 2021