Por Lucia Gálvez (extracto libro Club del Progreso  – Sesquicentenario)

El periodo comenzado en Caseros muestra una sociedad dividida en posturas antagónicas. Odios profundos, cimentados en años de persecución y violencia, hacen la brecha más honda. Urquicistas y porteñistas, partidarios del litoral o de Buenos Aires, toman actitudes difíciles de conciliar al tratar de insertarse, con el mayor provecho posible en la coyuntura presentada por los mercados extranjeros. Estos, ingleses en su mayoría, estaban sumamente interesados en nuestra producción ganadera y deseosos de vender sus productos. Los diarios de la época (La Tribuna, El nacional) muestran las luchas verbales entre estos grupos que se intercambiaban los peores epítetos.

Fue en el mes de maro de ese confitico año 1852, con las heridas aún abiertas por la batalla de Caseros, cuando don Diego de Alvear, hijo del vencedor de Ituzaingó, convocó a 56 vecinos y les propuso fundar un Club cuyos objetivos fueran: “desenvolver el espíritu de asociación con la reunión diaria de los caballeros más respetables, tanto nacionales como extranjeros… uniformando en lo posibles las opiniones políticas por medio de la discusión deliberada y mancomunar los esfuerzos de todos hacia el progreso moral y material del país”.

Pocos días después, el mismo Diego de Alvear, con la colaboración e Delfín Huergo, fundaba el diario “El Progreso” para propagar dichas ideas. El primer número, aparecido el 1° de abril, afirmaba: “la discordia disuelve y no amalgama, excita las malas pasiones, debilita la acción del gobierno y rompe el lazo que debe unir a los pueblos cuando más necesitamos estrecharlos”. Es necesario, continuaba, “poner en contacto las ideas y los hombres, para hacer desaparecer el egoísmo y acordar la decidida protección al trabajo”.

De a poco y con gran escuerzo los fundadores de este Club y sus seguidores supieron sentar las bases de un  sistema republicano que, aunque imperfecto, fue la simiente de la futura democracia. El largo camino hacia ella comenzó con la tolerancia por las ideas ajenas. El espíritu de conciliación y la moderación con miras al resurgimiento material y moral del país y a su crecimiento económico, era en definitiva lo que única a este grupo de porteños entre los cuales se encontraban partidarios de las distintas tendencias.

Los primeros años del Club se desarrollaron durante la permanente puja entre Buenos Aires y el resto de país. Durante ese periodo de las Actas de la institución recogen datos y testimonios que sirven para reconstruir una sociedad y una mentalidad en proceso de cambio. En general no se hablaba en ellas de política sino de cuestiones prácticas: fecha del bailes mensual, sueldo del personal, elecciones salones dedicados al juego del mus, el billar o el ajedrez, arreglos necesarios para los muebles y gastos ocasionados por las fiestas y tertulias que se ofrecían. Pero en una cara abierta de Diego de Alvear a Varela, director de La Tribuna, el primero enunciaba algunos de los logros que, en poco tiempo, había conseguido la institución. “Ha sido el Club del Progreso, mi querido amigo, donde yo inicie el proyecto de una Bolsa Mercantil… Fueron miembros del Club lo que han presentado al Gobierno proyectos de ferrocarriles y muelles que solo esperan la sanción superior y un intervalo de paz para abrir en el país nuevos canales de prosperidad y riqueza. Ha sido en nuestro club donde se ha formado y organizado la más brillante sociedad Filarmónica que haya existido en nuestro país.

No interesaban a los socios tan solos los aspectos políticos (para eso irían apareciendo otros clubes de vida efímera) sino principalmente terminar “con la división y desconfianza reciproca en que vivíamos”, y para ello nada mejor que crear “una sociedad donde todos pudiésemos libre y recíprocamente cambiar nuestras ideas y sentimientos”. La buena cocina, el juego de billas y, sobre todo los bailes y tertulias que se celebraban en sus salones, servían de incentivo y estímulo para conseguirlo. Lo cierto es que muchos criticaban al Club despechados por no poder asistir a los bailes ni gozar del “mejor cocinero francés”.

“Progreso” era en ese entonces la palabra mágica sobre la cual convergían todas las tendencias y aspiraciones. Expresaba el acceso a lo moderno, a la técnica y a la ciencia y por ende a la prosperidad. Pero ante todo, “Progreso” era y había sido siempre, desde los tempos de la colonia, aquello que venía de Europa. En ese momento parecía ser la panacea para todos los males que sufría el país, y el ambiente propicio para su desarrollo en una sociedad pacificada y en orden (no es por casualidad que el Club fundado en Santa Fe el año siguiente recibe el nombre de “Club del Orden”.) Más adelante, en el último tercio del siglo, con el auge del positivismo, esta fe en la ciencia y en el progreso llegaría a convertirse en la ideología dominante en casi tres generaciones; pero en estos años lo que más interesaba a las clases dirigentes era la conciliación o por lo menos el entendimiento entre las distintas facciones. Iba a resultar muy difícil, sin embargo, conciliar en una acción conjunta opiniones tan disimiles. La reacción porteña ante el acuerdo de San Nicolás, considerado demasiado favorable a  las provincias, fue el primer síntoma de ese descontento.

A raíz de esta situación se suscitó un memorable debate sobre el Acuerdo en la Legislatura donde participaron los hombres más ilustrados y prestigiosos: Vicente Fidel López, Francisco Pico y José María Gutiérrez, encargados de su defensa, fueron ampliamente derrotados por la oratoria de Mitre y Vélez Sarsfield que enardecieron al público con sus discursos. Todos ellos eran miembros del Club.

Diego de Alvear y los urquisistas moderados manifestaron su disidencia con el Acuerdo, rechazado por la mayoría. Significativamente, en la reunión de la Comisión Directiva del Club, realizada el 28 de junio, Delfín Huergo fue reemplazado como secretario por Rufino de Elizalde.

No todos, sin embargo, estaban descontentos con Urquiza.

Lo hacendados de Buenos Aires organizaron para el 7 de septiembre una comida en su honor expresando su profundo reconocimiento “al considerar los importantes trabajos de S.E. para reglamentar y organizar la campaña, para garantir las propiedades y para dar empuje vigoroso a su desarrollo…”.

El banquete, realizado en los salones del Club del Progreso, suscitó el entusiasmo de la crónica, no acostumbrada a refinamientos excesivos en esa sociedad austera y patriarcal: “Todos los primores que el arte de agradar haya inventado para los sentidos, dice la  nota publicada en El Progreso, se encontraban allí diestramente colocados… A las diez y media de la noche, fue invitado el director a pasar a otros salones, y toda la reunión siguió allí para tomar un café.

El buen humor, la franqueza, la cordialidad más completa reinaba en los amenos grupos”.

El día siguiente Urquiza partía para el congreso de Santa Fe sin imaginar la revolución que iba estallar tres días después, retrasando en diez años la unidad nacional.