Por Fernando Sorrentino

Cuando alguien le atribuyó la nacionalidad uruguaya a Macedonio Fernández, este respondió con una de sus tantísimas y geniales humoradas: “No tengo de uruguayo más que la circunstancia de haber vivido siempre en Buenos Aires”.1

Desde luego, tal broma constituye una hipérbole, aunque puede aplicarse a muchas meritorias personas que, nacidas en la orilla izquierda del río de la Plata, han preferido afincarse definitivamente en la diestra margen del “gran río color de león”.2

Tal es el caso de Constancio C. Vigil. Nacido en Rocha (Uruguay) el 4 de septiembre de 1876, se radicó en 1903 en Buenos Aires, hasta su fallecimiento el 24 de septiembre de 1954. Periodista y empresario de éxito, fundó la Editorial Atlántida, donde nacieron revistas al parecer eternas (1919), como Billiken y El Gráfico.

Vigil tiene una extensa obra didáctica y de intención edificante, que empezó en 1915 con El erial y se extendió hasta la década de 1940. Nunca he ni siquiera hojeado ninguno de esos libros.

Pero, en cambio, en mi época de la escuela elemental, ¡cuánto he disfrutado con la lectura de “los cuentos de Vigil” (como, genéricamente, se los llamaba)! Eran libros de tapa dura y de fuerte color anaranjado, y estaban profusamente ilustrados, no sé si todos ellos, pero sí unos cuantos, por el dibujante gallego Federico Ribas (1890-1951).

La colección completa constaba de veintidós títulos: el primero era Misia Pepa; el último, El casamiento de la comadreja. Este orden no es cronológico, pues el cuento primigenio fue La hormiguita viajera (1927).

“A la vejez, viruelas”: unas seis décadas más tarde, se me ocurrió releer algunas de aquellas viejas historias de mi infancia, que, en ediciones modernas —me hicieron añorar las de mi niñez— quedaron en casa como reliquias de lecturas de mis hijos. Y debo confesar que, aunque cargado (o, quizás, indigestado) de tantos años de lecturas de toda índole, encontré en ellas un enorme placer.

Me encantaron en especial las que podríamos llamar “arbitrariedades míticas”, presentadas por Vigil como verdades inconcusas.

El Bosque Azul empieza con esta “verdad”:

Parece que todos los animales que están en el mundo entraron por las tres puertas que había al principio. Por una puerta pasaron los que andan en el agua; por otra, los que vuelan, y por otra, los animales que viven en la tierra.

Por esta última puerta entraron, antes que todos, el elefante, el león, el tigre y el oso, y la cerraron, para que no entrara nadie sin su permiso.

Me vi obligado a preguntarme: “Entonces, ¿qué ocurrirá ahora?” y, por ende, a continuar la lectura.

Después de algunos episodios, siempre amenos, arribamos al importante momento en que se presenta un animal de curiosa anatomía:

En uno de aquellos días llegó a la puerta de entrada de los animales terrestres uno que poseía cuatro patas escamosas y largas, amplia cola con plumas blancas y negras, el pico chato y los ojos grandes, que tenía en la barriga plumas y en el lomo un caparazón como el armadillo llamado mulita.

Este animal tan raro golpeó la puerta y esperó que le abrieran para entrar.

El recién llegado da desconcertantes respuestas:

El elefante preguntó:

—¿Su nombre?

—Muliñandupelicascaripluma.

—No entiendo. Escríbalo.

—No sé escribir.

—Bien. ¿Usted quiere entrar en el mundo?

—Para eso he venido.

—¿Usted sabe que aquí todos trabajan y que es preciso ser útil en alguna forma?

—Desde luego que, si usted lo dice, así ha de ser.

—Usted no tiene trompa. ¿Cómo hace para comer?

—Como se puede.

—¿Y qué es lo que usted come?

—Lo que venga.

Por la manera en que el muliñandupelicascaripluma se revela devoto de las respuestas evasivas, podríamos adscribirlo a la copiosa y parasitaria caterva de políticos argentinos:

El león dijo:

—¿Cuáles son los servicios que prestará usted en el mundo?

—Los que me correspondan —fue la respuesta.

—¿De qué se alimenta usted? —preguntó el león.

—De lo que conviene —contestó él.

A moción del hipopótamo, “que había probado repetir en voz baja aquel nombre tan largo y que, al hacerlo, se fatigaba mucho”, la asamblea de animales del Bosque Azul resuelve, por fin, abreviar el nombre muliñandupelicascaripluma en el más sencillo muliñán, y así continúa hasta el fin de la historia.

El Bosque Azul se publicó en 1943.

Aunque mi admiradísimo Marco Denevi tenía ya más de veinte años,3 no se privó de leer tan divertido relato. Su cuento “Decadencia y caída”4 narra la aparición, en una casa “aristocrática” de Buenos Aires, de cierto animal extraño y, a la postre, catastrófico:

[…] dije el pelidonte. Es el apelativo que, en vista de que nadie sabía el nombre del animal, le adjudicó el niño Juan José. Después supe que para ese bautismo se había inspirado en un cuento del señor Vigil, que habla de cierto animal llamado pelicascariplumidonte o cosa así, pero como pelicascariplumidonte es muy largo y muy difícil de pronunciar lo abreviamos a pelidonte.

Vemos que, como conviene a un fabulador de buena ley, Denevi modificó, en pro de su comodidad narrativa, el nombre del animal, pero, al igual que los asambleístas del Bosque Azul, prefirió abreviarlo.

Y, aunque yo creí haber olvidado por completo la historia del muliñán, leída acaso hacia 1952, lo cierto es que ella permaneció agazapada en algún recoveco de mi memoria, pues ahora me doy cuenta de que más de un reflejo de ella aparece (y a mucha honra) en mi cuento “El conejo de Ushuaia”.5

 

1 Macedonio Fernández, “Carta abierta argentino-uruguaya” [1926], Papeles de Recienvenido. Poemas. Relatos. Cuentos. Miscelánea, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1966, pág. 47.

2 Leopoldo Lugones, “A Buenos Aires”, Odas seculares (1910). Menos feroz y más gastronómico que Lugones, Cortázar caracterizó al río de la Plata como “río color café con leche” (“Final del juego”, Final del juego, 1956).

3 La fecha de nacimiento que se da habitualmente (1922) es errónea. Denevi nació en 1920, como lo demostró Juan José Delaney en su libro Marco Denevi y la sacra ceremonia de la escritura (Buenos Aires, Corregidor, 2006).

4 En el volumen Hierba del cielo (Buenos Aires, Emecé, 1970).

5 En el volumen El crimen de san Alberto (Buenos Aires, Losada, 2008).