Teatro Colón de Buenos Aires, martes 5 de diciembre de 2017.

El final del siglo XIX estuvo signado por profundas transformaciones sociales, políticas y culturales en Europa. Los nacionalismos reclamaban una identidad que todas las disciplinas del arte trataban de definir. Uno de los conectores entre los pensadores y la gran masa demandante era el teatro, que aprovechando la forma dramática y su popularidad conseguía transmitir el relato literario de una manera más vivencial. Se imponía el naturalismo, un movimiento que a través de las letras intentaba instalar el anhelo de mostrar la realidad. Más allá de las estéticas de la prosa llevada al diálogo y la dramaturgia, quienes cultivaban el estilo entendían que lo más importante era poder contar una historia verdadera, y de la manera más fiel posible. En Italia, tras producirse la unificación en un único estado, existía casi un aislamiento cultural total entre las diversas regiones que se habían fusionado, y la obtención de la conciencia de nación era una búsqueda casi obsesiva entre los artistas. La ópera no estaba afuera de tal comportamiento, sino todo lo contrario. Apoyándose en el gran
poder de penetración urbana, las temáticas regionales se difundían en todo el país, y convertían al género en un vehículo apropiado para forjar ese sentimiento nacional. El verismo literario dio vida al realismo teatral y brindó las historias para los libretos de lo que se denominaría verismo en la ópera. Un grupo de jóvenes músicos conformaron lo que se llamó la Giovane Scuola, espacio que aunque carente de una estructura orgánica, definió la nueva relación entre texto y música que imperaría durante el final del siglo. Dichas modificaciones del tratamiento de la palabra cantada eran por un lado búsquedas de los jóvenes compositores y libretistas que reaccionaban contra las tradiciones del melodrama romántico, pero por otro lado eran exigencias de un público que descubría una fuente de estímulos desconocidos hasta ese entonces, y que despertaban en una platea las emociones que a veces torturaban a ese mismo plateísta en la vida real. Esa necesidad de expresar las pasiones, las alegrías, los odios, los llantos, la congoja y toda la gama de sentimientos imaginables requería una nueva técnica vocal, un empuje especial en la emisión de la voz (empujado: spinto), una potencia que focalizara más en el estremecimiento que provoca el canto que en la precisión de la afinación o la justeza de los tiempos musicales, y en la amplificación del efecto emocional gracias al apoyo instrumental. Algunos apellidos pertenecientes a la Giovane Scuola y promovidos por el editor Giulio Ricordi, son Ponchielli, Catalani, y el brasileño Carlos Gomes, destacándose el más importante de todos, Puccini. Un competidor de la casa editora milanesa, Edoardo Sonzogno apadrinó a otros jóvenes también incluídos en aquella línea, entre los que estaban Mascagni, Leoncavallo, Cilea y Giordano. El verismo, cuya materia argumental acudía fundamentalmente a relatos referidos al estrato social más carenciado, preferentemente campesino u obrero, con un toque de lenguaje vulgar, de ser posible rayando lo morboso, pasó rápido, y los compositores apelaron a otras fuentes de inspiración, retornando a los relatos históricos o fantásticos, dando vida al movimiento denominado decadentismo. No obstante, perduró la forma sensitiva diferencial de volcar al pentagrama la palabra cantada, su dependencia con la textura orquestal, y la continuidad dramática del discurso. Umberto Giordano registra una prolífera producción, pero sólo es recordado por sus dos óperas “Andrea Chénier” y “Fedora”, las cuales no se anuncian con asiduidad en los principales teatros líricos, a pesar de poseer arias impactantes y muy apreciadas dentro de la estética verista. Refiriéndonos a su obra más representada, podemos decir que, aunque ambientada en el seno de la Revolución Francesa, y desarrollándose el nudo argumental en el período denominado “del terror”, con todas las posibilidades de
denuncia histórica, el compositor prefirió encorsetar la trama en el típico triángulo amoroso operístico: el tenor, un muchacho bien intencionado, ama a la soprano, una joven de buenos sentimientos, que sufre el acoso del barítono, el malo de la historia, rival del tenor.

Al analizar la trama de “Andrea Chénier” notamos que hay apenas unos pocos detalles que diferencian el trazo grueso del argumento de esta ópera con el de “Tosca”, lo cual no extraña, ya que ambos pertenecen al mismo libretista, Luigi Illica. Pero el sustento dramático de la ópera de Giordano es por lejos mucho más endeble que el de la célebre obra pucciniana, y la descripción psicológica de los personajes protagónicos es casi insulsa al lado de las personalidades sugeridas para Floria o para Scarpia. El texto del libreto carece de frases o sentencias de impacto teatral, y las reacciones de los tres personajes centrales resultan estereotipadas, inocuas y faltas de originalidad; no encontramos una escena cuya tensión dramática se acerque, por ejemplo, al nudo y resolución del segundo acto de “Tosca”, durante el acoso del Barón y la transformación de la heroína (deseo resaltar que el concepto vertido es meramente una opinión personal y de ninguna manera una verdad irrefutable). Pero al mismo tiempo, la ópera que nos ocupa tiene un mérito que no es menor, y seguramente es la causa por la que perdura en el repertorio tradicional, y es el rasgo romántico del poeta Chénier que el compositor plasma a través de al menos cuatro arias con melodías de rica inspiración y con un desarrollo orquestal de penetrante efectividad emocional. Como si esto fuera poco, Giordano reserva dos arias, una para la soprano y otra para el barítono, “La mamma morta” y “Nemico della patria?” respectivamente, que resultan piezas de excepción.

Con una nueva producción de Andrea Chénier de Umberto Giordano concluyó la accidentada temporada de Ópera N° 110 del Teatro Colón, en la cual se sufrieron varias deserciones, como la del tenor Marcelo Álvarez que iba a interpretar al poeta de la Revolución Francesa, o la de la soprano Angela Gheorghiu que allá por el principio del año se bajó de Adriana Lecouvreur. También cancelaron las régisseurs Sofía Coppola y Lucrecia Martel, quienes eran las directoras escénicas originales de La traviata y de Andrea Chénier, respectivamente. Título que estaba ausente desde 1996, y sobre el cual había corrido el rumor de que sería resignificado siendo ambientado en alguna revolución latinoamericana, en vez de la época y lugar del acontecimiento más importante de la modernidad de la historia occidental, se decidió finalmente recurrir a una puesta “serenamente tradicional”, como dice en declaraciones periodísticas José Cura, el tenor, director musical y escénico, y consumado artista integral, que levantó el guante y salvó el fin de año de las autoridades del Teatro.

Para esta versión el responsable escénico, Matías Cambiasso, apeló al diseño escenográfico de Emilio Basaldúa, puramente convencional y no desequilibrante, armonizando un amplio salón de un palacete luisino para el primer acto, y ambientes representando una París decadente, con algunas columnas semidestruídas y un foro popular para el tribunal en los actos en los que la Revolución se transforma y transita la etapa del terror; finalmente, una muy liviana y minimalista composición de la celda en la cual el poeta espera su ejecución en el último acto. Destacado diseño de iluminación con la firma de Rubén Conde. La magnífica confección del vestuario creado por Eduardo Caldirola hizo uso de una gama de tonos pastel de gran belleza plástica. El plato giratorio del escenario fue utilizado para los primeros tres actos, pero sin usufructuar el recurso a los efectos de darle rapidez al cambio escénico, desaprovechándose la oportunidad de fluidizar dramáticamente la pieza, y tener que soportar tediosos entreactos que duran casi más minutos que las partes a telón abierto.

La Orquesta Estable sonó realmente bien, brillante por momentos, dramática en otros. La textura musical de la obra es típicamente verista, con un melodismo sencillo que intenta provocar y exacerbar el efecto emocional insertando cuanto cromatismo permita la tonalidad, y apoyando con la sonoridad las partes cantadas. El maestro Christian Badea, nacido en Bucarest y nacionalizado estadounidense, discípulo del carismático, discutido pero muy valorado director, pianista, educador y compositor Leonard Bernstein, condujo con decisión y justeza, mostrando un total conocimiento de la partitura y, lo que es realmente importante, con la capacidad de transmitírsela a los músicos del foso. No pareció apiadarse de los cantantes, a quienes en varios pasajes les “tiró encima” toda la intensidad de la partitura. El Coro Estable, como es habitual preparado por el maestro Miguel Martínez y que cuenta con la asistencia de Ulises Maino, mostró la seguridad, la potencia y la afinación a la que afortunadamente nos tiene acostumbrados. Si a esto le agregamos que el cuerpo coral desempeña un papel cuasi-protagónico en varios pasajes decisivos de la obra, durante los cuales se apreciaron muy buenos desempeños actorales individuales, concluimos que fue uno de los puntos destacados de la función.

El “title-role” estuvo a cargo del tenor José Cura. En el polémico y competitivo ambiente de los camarines y la trastienda de los teatros líricos se dice que “Andrea Chénier” es una ópera compuesta especialmente para el lucimiento del tenor. Dado el estilo, las características sensibles, románticas y heroicas de sus arias principales y los dos duos con la soprano, se requiere un tenor lírico-spinto, que combine lirismo y canto ligado con potencia para competir y reforzar una instrumentación densa. El Sr. Cura es un experimentado intérprete del papel, al que cantó por primera vez en 1992, y según él mismo confirma, siempre lo hizo en puestas convencionales. Poseedor de una inconfundible y personalísima técnica de modulación e inflexión al acometer una frase, desplegó un canto solvente, demostrando que conserva los agudos nítidos y potentes; aunque los graves están oscurecidos, el hermoso timbre de su voz proveen un innegable placer al oído. La tesitura central es testigo insobornable de una larga trayectoria en la cual ha acometido con éxito muchos de los roles más pesados del género (Otello, la versión francesa de Tannhäuser, Samson, Turiddu, Canio, entre otros). En el plano actoral se lo notó demasiado estático y, particularmente en los dúos, distante en lo gestual de la soprano, amortiguando la intensidad dramática y emocional de las escenas. Tras los saludos finales, el Sr. Cura fue agasajado con un raro regalo: toda la sala le
cantó el “Que los cumplas feliz…”, en su cumpleaños 55.

El papel de Maddalena de Coigny propone una evolución psico-dramática que, partiendo de una muchacha de la aristocracia, sin mayores preocupaciones, llega a la generosidad y valentía extremas, de ofrecerse a la guillotina en lugar de una madre condenada a muerte, y alcanzar así la consumación de su amor por Chénier; una versión verista de la ultra romántica salvación a través de la redención. Durante dicha maduración soporta la pérdida de su condición social, vive de cerca, en la devota y fiel Bersi, las miserias humanas parisinas de la época (conocidas como “la profesión más vieja del mundo”), sufre el acoso y la violencia de género de quien había sido su sirviente, y conoce el amor desde la angustia. La consagrada soprano María Pía Piscitelli confirmó que posee un temperamento singular para acometer este tipo de roles. Su voz, firme, bien apoyada, de rico cariz dramático, se fortalece en los pasajes más emotivos, alcanzando un color que, robustecido por sus recursos gestuales y un
asombroso manejo de los matices, hace que su canto sea por demás placentero. Durante el maravilloso dúo “Ecco l’altare… Eravate possente” del acto segundo, deslumbró con sus pianissimi, y luego brindó una compacta interpretación de “La mamma morta!”, que desató la mayor ovación de la velada.

El barítono oriundo de la bonaerense Ayacucho, Fabián Veloz, quien ya ha incursionado en varios escenarios europeos, encarnó a Carlo Gérard. A juicio de este comentarista, éste personaje ofrece los mayores atractivos, los ribetes dramáticos más crudos y las vivencias de conflicto más extremas a lo largo de la ópera, alternando entre un incipiente revolucionario que se muestra comprensivo y protector de los miembros de las clases oprimidas, luego acérrimo enemigo de la aristocracia a la cual sirvió, y finalmente arrepentido crítico del régimen instaurado. Como miembro del triángulo amoroso, muta desde ser el acosador de la heroína y el vengativo rival del poeta, a misericordioso aliado de ambos. No obstante, el libretista Luigi Illica, no logró plasmar en Gérard la dramaturgia que genialmente le dio a Scarpia. El Sr. Veloz, posee una de las voces más maleables de su cuerda; dueño de una línea de canto típicamente romántica, puede acometer los roles veristas con autoridad. Así puede ser un destacado Enrico en Lucia de Lammermoor, un temeroso y alucinado Macbeth, un cadencioso Marqués de Posa en Don Carlo, un severo y sentido Germon o un insidioso Iago; pero también hemos tenido la fortuna de disfrutarlo en el inconmovible Scarpia y en los personajes El Prólogo y Tonio, ambos de Pagliacci, bien diferentes de la ópera-manifiesto del verismo italiano. Más allá de la repentización y la falta de sustento dramatúrgico de las escenas finales, el papel de villano con poder es siempre una posibilidad de lucimiento actoral que el Sr. Veloz supo aprovechar, mostrando la riqueza de recursos vocales que, a pesar de no ser sorpresa, son admirables.

El tenor Sergio Spina interpretó al antipático e incidioso personaje de Incredibile con buen desempeño actoral y canto correcto. La mezzosoprano Guadalupe Barrientos fue Bersi, luciendo una voz potente y que corre extremadamente bien por la amplia sala del Colón, y la experimentada Alejandra Malvino brindó una muy sentida versión de Madelon. Los papeles de Fleville, Mathieu y Roucher, interpretados por los barítonos Norberto Marcos, Gustavo Gibert y el bajo Emiliano Bulacios respectivamente, tuvieron mucho más que la mera corrección del canto. La Condesa de Coigny fue cantada por Cecilia Aguirre Paz, mientras que el tenor Iván Meier fue un solvente Abate. Una mención especial para Alejandro Spies que le dio vida al carcelero Schmidt, poseedor de una voz rica en armónicos, con buen volumen y probadas dotes actorales. Víctor
Castells, cuya caracterización de Fourquier-Tinville y del Mayodormo fueron impecables, y Alejandro Meerapfel como Dumas completaron un elenco parejo y de gran desempeño, que recibió el caluroso y merecido aplauso final.

Una buena función de una ópera plagada de melodías inspiradas, arias y dúos con líneas de canto con neto corte verista, que solo se puede abordar cuando, además de los talentos propios de los protagonistas, prima una férrea intención de priorizar el interés por satisfacer al público.