Hace cuarenta años Fredric Jameson señalaba como marcas de época la infinitización del presente y el “olvido” del tiempo histórico, llevando a la incapacidad de elaborar las experiencias personales. Esto ha sido trágicamente válido en la actual epidemia del SARS-2 (o Covid-19) en los desaciertos de las entidades a cargo. Comencé estas líneas en el día 80 de la cuarentena ordenada por las autoridades aquí y en otras partes a costa del mayor descalabro económico de los últimos cien años: cuarentena sin fin previsto que acababa de expandirse tres semanas más.

El SARS-2 sucede al SARS-1 de 2003, surgido también en China y expandido desde allí a Toronto, al Japón y a Singapur, que por esas veleidades de los virus  no afectó a América Latina, a Europa u otros lugares.  No fue el primero, por cierto: aquí tuvimos en 2006 la visita de la gripe A de otro pariente cercano, el virus H1N1, y años antes, desde 1958 sufrimos una epidemia local debida a otro virus próximo, más letal que el SARS-2: la Fiebre Hemorrágica Argentina, llamada también mal de Junín o mal de los rastrojos, transmitida por el ratón de campo, que en su impacto inicial tuvo una mortalidad del 50% y que afortunadamente no contagiaba de persona a persona.  El mal de Junín tuvo su héroe, el Dr. Julio Maiztegui quien con apoyo local, desde 1971 y transfundiendo suero de convalecientes al inicio de la enfermedad redujo la mortalidad en forma drástica del 16% al 1%; esta seroterapia se usó en más de 1.000 casos hasta 1990, cuando se obtuvo una vacuna. Su trabajo tuvo una metodología científica precisa y se publicó en una revista internacional de primera línea, The Lancet, recibiendo un importante premio en Alemania. Luego, ya como plasmoterapia con sangre de convalecientes centrifugada, se usó en el SARS-1 y en el MERS que surgido en el Medio Oriente a partir del camello no llegó a estas tierras; si fracasó en el Ébola, en África, fue ante un virus diferente, que no genera inmunidad plasmática. Vaya lo que precede en cierto detalle porque estos conocimientos estaban presentes al tiempo de surgir en China el SARS-2.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) demoró inexplicablemente la declaración de la pandemia que afectó medio mundo, además dió instrucciones contradictorias respecto del uso de los barbijos, cuando se sabe que las influenzas se transmiten en lo principal por vía respiratoria y cuando en Japón, que había sufrido los embates del SARS-1, el barbijo había pasado a ser elemento de la vida cotidiana pues por su densidad demográfica es imposible evitar las aglomeraciones, en especial en los medios de transporte.  La OMS obvió en un comienzo el tema de los barbijos, luego sostuvo que debían usarlo sólo los ya contagiados para no contagiar a los demás, y recién luego de tres meses del comienzo de la epidemia afirmó que todos debían usarlos.  Hasta ese momento parecía que con la prohibición de eventos multitudinarios, las cuarentenas a los mayores o con enfermedades previas, la distancia social de dos metros, el lavado de manos con agua y jabón, y el alcohol en gel se atajaba al coronavirus.  Vino el cierre de fronteras y los vallados al tránsito de personas en los países; sólo Angela Merckel en Alemania expuso lo obvio: que la epidemia, como todas las influenzas, cesa cuando se alcanza la inmunidad de rebaño al contagiarse e inmunizarse un 70% de la población. Las epidemias se agotan por falta de clientes.

A todo esto, a tres meses del comienzo de la epidemia y de centenares de miles de muertos nadie pensó en los plasmas, en tratar la enfermedad a más de intentar la harto azarosa tarea de atajar al virus. Sorprende, por ejemplo, que los médicos italianos, que perdieron 80 de los suyos al contactar con los enfermos, no sacaran a relucir que el plasma de convalecientes, inyectado de antemano a las personas en alto riesgo de los equipos sanitarios, preserva del contagio aportando inmunidad de prestado: uno hubiera esperado que el conjunto de las asociaciones médicas alzara la voz.

Pasemos a la situación en Estados Unidos -donde pese a todo se rompió el hechizo.  Más allá de las bravuconadas presidenciales que todos conocemos (“no permitiremos que el virus pase la frontera”) el tema es que los sueros de convaleciente habían entrado en desuso setenta años atrás al introducirse los antibióticos: eran, pues, entes arcaicos en épocas donde sólo vale la novedad. Como arcaicos que eran no estaban autorizados por la Administración de Alimentos y Medicamentos (Food and Drug Administration, FDA), y lo que la FDA no autoriza está en la práctica prohibido: nadie osaría arriesgar los problemas judiciales que pudieran surgir Además, Estados Unidos no había sido afectado por el SARS-1, con lo cual la experiencia de los sueros era foránea y por ende no confiable, y el hecho de que las seroterapias provinieran del siglo XIX, de la época remota de Emil von Behring (primer premio Nobel de medicina) en 1891 no mejoró las cosas. Se daba, pues, un “tabique estanco” institucional: algo se sabe o debiera saberse, pero todo sigue como si no se supiera. Entretanto en su ideología de tecno-novedad la FDA habilitaba con rapidez drogas nuevas de efectos ignotos como la hidroxicloroquina al tiempo que hacía referencia a una solución ‘a futuro presente’: las vacunas, sin duda bienvenidas pero que ignoramos cuándo llegarán. A 40 años del inicio de la pandemia del SIDA no se ha logrado aún obtener una vacuna.        

La pandemia del SARS-2 también tiene su héroe, el Dr. Arturo Casadevall, inmunólogo del Johns Hopkins Hospital quien, juzgando con acierto que a través de las publicaciones médicas no atravesaría los tabiques estancos de la burocracia, recurrió al pánico de los inversores financieros ante el derrumbe económico ligado a la pandemia: al pertenecer a una institución médica prestigiosa y ofreciendo un freno posible al colapso económico-financiero en ciernes, logró ubicar una nota en el Wall Street Journal.  A partir de esa nota periodística de amplio impacto y de un trabajo poco después en una revista médica de primera línea, el Journal of Clinical Investigation, Casadevall –conocedor de la obra de Maiztegui- consiguió la adhesión pública de los principales hospitales de Nueva York, entre ellos el Albert Einstein y el Mount Sinai y de las universidades de Chicago y de California, entre muchas otras. Logró también respaldo desde la política del gobernador del estado de Nueva York, Mario Cuomo, entonces en el epicentro de la pandemia.  Ante ese peso público conjunto (y cabe suponer, temiendo se le enrostrara las muchas decenas de miles de muertos) el FDA autorizó el uso de los plasmas de convaleciente restringiendo su permiso a los pacientes “muy críticos”  –aquellos que están intubados y requieren del uso de respiradores artificiales; esto, cuando se sabía que los plasmas de convaleciente deben aplicarse tan pronto como sea posible y así lo había hecho Maiztegui con el virus de Junín: poco sentido tiene aplicarlos cuando el daño vital irreversible ya ocurrió. Además, se tachaba de “experimental” –y potencialmente riesgoso- al procedimiento soslayando la experiencia global, y desde la industria química llegó a cuestionárselo como ‘ciencia ficción’

Llegados al punto de viraje se armó una coalición espontánea de unos 60 hospitales coordinada por la Clínica Mayo para desarrollar programas de investigación que zanjaran el asunto a gusto de metodólogos y epidemiólogos, determinantes en cuanto asesores de los sanitaristas que presiden las decisiones políticas de los gobiernos. A seis meses del inicio asiático de la epidemia los resultados oficiales de investigación aún no se conocen; pero lentamente, de abajo hacia arriba, entró en juego el tratamiento con plasma de convalecientes en relatos individuales de tratamientos exitosos –entre ellos el de una enfermera jefa del Albert Einstein Hospital que, excedida de peso, estaba en zona de alto riesgo y llevaba varios días en respirador artificial.

Dejando de lado los aspectos políticos, que escapan a mi conocimiento, caben a esta altura algunos interrogantes.

Siendo el SARS-2, como todas las influenzas, de propagación respiratoria fue esencial la prohibición de actos multitudinarios y de reuniones cara a cara para evitar los contagios masivos, pero ¿cómo no se planteó de entrada el uso obligatorio del barbijo, apostando sólo a las cuarentenas y la distancia social de 1 ½ a 2 metros?  Es sabido que quien tose, estornuda o grita despide saliva a varios metros de distancia y esa saliva acarrea virus en altas densidades, ocasión de contagios de alta carga viral que precipitan cuadros graves.  En Japón, como dije, el uso permanente del barbijo en los espacios públicos es una imposición social desde la epidemia del SARS-1.

¿Por qué se ignoró que las influenzas terminan recién cuando se alcanza la inmunidad de rebaño, o cuando a lo largo del tiempo y por procesos que se desconocen los virus parecen irse apagando, como ocurrió en parte con el virus de Junín?  En las informaciones oficiales aparecía que el objetivo básico era atajar la propagación del virus, cuando no hay forma de detener una pandemia donde el 80% de los casos son asintomáticos y pueden propagar la enfermedad sin síntoma alguno, y donde quienes enferman difunden masivamente el virus durante 48 horas antes de que aparezca síntoma detectable alguno.  A seis meses de la epidemia, una alta funcionaria de la OMS declaró al público que era muy infrecuente que los asintomáticos contagiaran: si así fuera no se llegaría nunca a la inmunidad de rebaño; felizmente, a esa altura de las cosas tamaña insensatez provocó la indignación que corresponde.

En el intento de ‘atajar’ la difusión del virus se articularon políticas de encierro con testeos cuya mala calidad fue pronto notoria. Los datos tabulables de los testeos alimentaron los juegos matemáticos de los epidemiólogos pues en nuestra tecno-cultura los valores numéricos adquieren ínfulas de verdad. Quedó de lado lo que se conoce de antiguo: que si en los datos estadísticos entra basura, sale basura (garbage in–garbage out). La estadística sólo organiza los datos, no mejora su calidad: testeos que aportan datos falaces llevan a estadísticas engañosas.

Último y principal: ¿por qué quedó de lado el conocimiento adquirido en el tratamiento de las epidemias previas de coronavirus: el mal de Junín, el SARS-1 y el MERS?.  Conocimientos presentes desde el comienzo de la epidemia del SARS-2 y que pudieron y debieron entrar en juego, además de las medidas restrictivas de contención inicial de los contagios masivos, desde el primer mes de epidemia cuando tras los primeros contagios se disponía ya de plasma de convalecientes. Si no es dable eliminar los contagios, es sí posible prevenir los casos graves y la gran mayoría de las muertes. Con las técnicas actuales de transfusión, un donante puede en el curso de un mes aportar plasma suficiente para tratar 10 enfermos: tras los primeros casos el plasma de convalecientes no debiera haber faltado, en contra de lo que en más de una ocasión se argumentó en las burocracias oficiales. La restricción inicial del FDA del uso del plasma de convalecientes a los pacientes críticamente enfermos que requieren uso de respiradores estuvo muy lejos de ser la manera  de evaluar la eficacia terapéutica de los plasmas, y costó tiempo y esfuerzo imponer gradualmente, por la fuerza de la necesidad y de los sucesivos hallazgos clínicos, su uso temprano antes de que los enfermos se deterioren.

Decía Voltaire que la política es el camino para que los hombres sin principios dirijan a hombres sin memoria. En las políticas sanitarias los jerarcas han sido los hombres sin memoria.  La incapacidad de las burocracias sanitarias de usar el conocimiento disponible trasunta idas y vueltas del instinto de dominación (Bemächtigungstrieb) pues el dominio de la ideología de ‘futuro presente’ prescindiendo de las continuidades con experiencias previas aparece como factor decisivo. Las burocracias de larga duración se convierten en entes autónomos con ideologías y reglas de juego propias: en la tecno-ideología de ‘futuro presente’ para ser considerado verdad aquello de lo que se trata debe ser novedoso. Quienes ocupan cargos técnicos en el sistema se subordinan a las ideologías en juego; la resultante es la mentalidad de rebaño. En las grandes burocracias sanitarias el Bemächtigungstrieb se instituye como ideología dominante a través de la sacralidad de los protocolos.

Esto parece haber sucedido en la OMS, en el FDA y en los sistemas médicos europeos, altamente centralizados, cuyos miembros se atuvieron a la la ideología dominante del sistema. No es, pienso, casual que en Estados Unidos el quiebre de la “barrera estanca” ideológico-burocrática en cuanto al uso de plasmas lo lograra alguien de afuera, miembro de una institución académica prestigiosa sin dependencia directa del FDA y con la astucia de acudir a un contra-poder, el peso económico-político de inversores alelados ante la crisis global. En nuestro país, donde en los medios médicos estaba presente la experiencia de Maiztegui, ninguna voz autorizada osó reclamar su puesta en práctica.

El periodismo jugó un infortunado papel generando una ‘pandemia alarmista’ que rebotó sobre sanitaristas y mandatarios, más alertas a la repercusión pública y política que a las cualidades intrínsicas de la enfermedad: se siguió la línea del “nuevo periodismo” surgido en Estados Unidos hace unos 40 años con la ideología de que la noticia periodística debía tomar la estructura de la novela. Aunar realidad y ficción es apartarse de la indagación fidedigna: es ‘vender’ la noticia buscando el impacto y la dominancia mediática.  El énfasis periodístico ‘a futuro presente’ potenció el encierro y las vacunas, aunque se sepa que el encierro es insostenible en el mediano plazo y las vacunas sean sólo una esperanza.

Recién el 20 de junio, a seis meses del comienzo de la pandemia, leí en la prensa local, para mi alivio y alegría, una nota a página completa sobre las virtudes del plasma de convalecientes: pensé que estábamos en el camino de recobrar la memoria y con ella la cordura. Hoy, a 13 días de julio, se anunció la cifra global de 100 mil contagiados y 1845 muertos desde el comienzo de epidemia: un poco más, aunque esto no se informó, de las muertes que, siendo seres mortales, acaecen cotidianamente en el territorio nacional. Se sigue intentando atajar al virus, seguimos encerrados en nuestras casas y la economía del país sigue en respirador artificial.

por Jorge Ahumada