Una nueva clase dirigente, joven y valiente, debe deshacerse de viejos tabúes y actuar libre de los espectros ideológicos del pasado

Loris Zanatta

Loris Zanatta

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PARA LA NACION

Jueves 28 de septiembre de 2017

La historia europea es como un thriller y los entusiastas del género se regodean con él. La victoria de Emmanuel Macron en Francia había enfriado los ánimos: el triste europeísmo resurgía y enterraba a los sepultureros que querían cavarle la fosa. Apenas unos meses, sin embargo, y vuelven a repicar las campanas del apocalipsis: Angela Merkel ganó en las elecciones alemanas, pero no por gran diferencia; luego, para algunos, es como si hubiera perdido; mientras tanto, de los bosques sajones de los que nació hace tiempo la severa teología luterana, sube el amenazador espectro del nacionalismo alemán, Alternativa para Alemania (AfD); otro clavo en el ataúd europeo. Y después del Brexit, de la xenofobia que ya reina en Varsovia y Budapest, les toca ahora a los catalanes hundir al Viejo Continente: su referéndum del domingo abrirá la caja de Pandora y Europa será pronto barrida por los nacionalismos que la reducirán en pedazos. El terrorismo islámico sólo le dará el golpe de gracia. Sobre sus ruinas se levantará entonces un nuevo Hitler en Berlín, un presidente árabe en París, un comediante en Roma y quién sabe qué más.

Entiendo que este escenario excite los medios de comunicación. Y aún más entiendo que los movimientos nacionalistas lo cabalguen: si el apocalipsis está a las puertas, si la vieja Europa y sus rancios valores del siglo XIX van a ser tragados por el abismo de la historia, el tiempo de la redención está cerca; y es la redención que ellos invocan, prometen, aseguran. Purgado de la corrupción de los políticos, liberado de la codicia de los bancos, emancipado de la tiranía del mercado, el pueblo tendrá entonces justicia, recobrará la identidad perdida, alcanzará la salvación. Sucedió hace un siglo, cuando pulsiones similares condujeron a los totalitarismos y a las guerras. ¿Por qué debería ser diferente esta vez?

Más que un thriller, sin embargo, la historia es una sucesión de puertas corredizas: no sigue un guión, no obedece un destino, sino que corre entre rocas y cruces. De hecho, basta con mirarla desde otra perspectiva y la dirección de Europa nos parecerá muy diferente: el Brexit es un problema para quien lo quiso más que para quien lo sufrió; el nacionalismo catalán podría revelarse incapaz de comenzar el incendio; nada impide que, con paciencia y diplomacia, Europa logre domar a Hungría y Polonia; el propio partido AfD nos parecerá un tropel de enfadados que del nazismo es muy remoto pariente, destinado a implosionar ante los primeros desafíos. Y si un día habrá un presidente islámico en París, tal vez se trate de una mujer secularizada, democrática y pluralista: ¿quién habría imaginado, hace un siglo, un afroamericano en la Casa Blanca? Mientras tanto, el Viejo Continente vuelve a invertir, a producir, a crecer, gracias a la sabia política monetaria del Banco Central Europeo.

Es obvio que ni el escenario apocalíptico ni el idílico reflejan plenamente la realidad: iluminan una parte, pero dejan otras en las sombras. Como sucede a menudo, la realidad está en alguna parte a medio camino. Una cosa, sin embargo, es cierta: si uno hace una pausa para sopesar el terremoto que desde décadas atrás hace temblar a las sociedades europeas, de todo quedará asombrado menos del descontento que cunde y del nacionalismo identitario que a menudo lo expresa. Puede que no guste, y yo lo detesto, pero no es una buena razón para no entenderlo y hacerle frente: para eso está la política.

Refresquemos la memoria. En primer lugar, Europa occidental amplió su pequeño hogar para acoger a los países que huían del vetusto imperio soviético: hacerlo era costoso, difícil, e incluía a países ansiosos de bienestar, pero poco avezados en la democracia liberal; la transición todavía no ha terminado. Mientras tanto, la revolución tecnológica se extendía: proporcionaba prosperidad y productividad, pero también causaba desigualdad y marginalidad. Sobre todo eso cayó el rayo de la peor recesión económica desde 1929; una crisis que no sólo aumentó el desempleo, comprimió el consumo y erosionó los lazos sociales, sino que también condujo al surgimiento de nuevas potencias frente a las cuales Europa perdió peso, poder, prestigio. Fue un shock, y tras el shock vinieron el deseo de revancha, la retórica proteccionista, la ilusión soberanista. Por último, encrucijada de todos los desafíos, la Gran Migración, crisol explosivo de todas las tensiones sociales, las cargas económicas, las intolerancias culturales, los enfrentamientos religiosos. El terrorismo es, en ese trasfondo, el detonador de todos los conflictos, la mecha de todas las frustraciones latentes.

¿Sorprende que el tejido social europeo sufriera ante tantas tensiones disgregativas? ¿Que padecieran las instituciones representativas? ¿Que quedara afectada la cohesión de Europa y de los distintos países? Lo que debería sorprender, acaso, es que las instituciones democráticas hayan aguantado; que la maltratada Unión Europea se resista a los golpes; que la vida permanezca abierta y libre como en el pasado; que los nacionalismos ladren sin morder, como quisieran. Es una señal de que la democracia europea es más fuerte de lo que pensamos.

¿Todo bien, entonces? ¿Europa puede dormir tranquila? Ni de lejos. Bajo las cenizas anida la vieja Europa antiliberal: tiene nuevas caras, retóricas cautivadoras, líderes atractivos, pero en su esencia es la de siempre: hostil al pluralismo, a la sociedad abierta, al mercado; en nombre del pueblo, por supuesto, su pueblo, entendido como un conjunto que trasciende al individuo, custodia una identidad, monopoliza una fe. Esto, básicamente, es lo que une, por encima de sus diferencias abismales, a los nacionalismos identitarios que traman venganza contra la Europa democrática de los padres fundadores: los prósperos catalanistas, deseosos de trasformar a su pueblo en el único pueblo legítimo de su comunidad; los austeros nacionalistas alemanes, devotos evangélicos decididos a agitar la espada de Dios para redimir a la descristianizada Alemania; los folklóricos grillini italianos, que se dicen franciscanos y aplauden al chavismo; igual que los Iglesias, los Mélenchon y muchos otros: algunos desde la derecha, otros desde la izquierda, otros transitando de la una a la otra; un viaje muy cortito, en el fondo. Son leales a la democracia mientras la necesitan, pero no dudan en manipularla cuando tienen entre las manos las riendas del poder.

No sé si la ciudadela europea se resistirá al asalto y lo usará como incentivo para fortalecer sus instituciones o si sus enemigos la invadirán y devastarán pretendiendo redimirla. Sé, sin embargo, que no servirán los sermones contra la xenofobia ni las piadosas invocaciones de la tolerancia. No porque estén equivocadas, sino porque suenan abstractos e irritantes para el oído de aquellos que descargan su frustración entregándoles su voto a los nacionalismos. Antes de que sea demasiado tarde, de que los bueyes abandonen el establo, urge que la Europa democrática se deshaga de viejos tabúes, deje de lado lo políticamente correcto y actúe: la seguridad no es un tema para dejar a los nacionalistas; la legalidad no es un capricho burgués; la integración no es asimilación violenta; el secularismo no viola la libertad religiosa; la eficiencia no es explotación; la innovación no es enemiga del trabajo; la prosperidad no es pecado. ¡Si Europa creyera más en sí misma! Serviría una clase dirigente joven y valiente, libre de los espectros ideológicos del pasado, orgullosa de lo que han construido los padres, decidida a superarlos. Por ahora, no se ve.