Quizás el peor lastre que nos han dejado los gobiernos militares ha sido la condena social a lo que se denomina “represión”. Fruto de los excesos en la guerra contra la subversión y del aprovechamiento político que de ello se hizo, gran parte de la población considera que la represión es algo intrínsecamente malo, independientemente de su legitimidad, de la prudencia con la que se ejerce o de los bienes que preserva. Sería bueno, para empezar, detenernos en el término “represión” y recordar, por ejemplo, como define la RAE la palabra policía: “Cuerpo encargado de velar por el orden público y la seguridad de los ciudadanos, a las órdenes de las autoridades políticas”. Si bien hace tiempo que los gobiernos han renunciado al empleo de la represión, esta locura adquirió una gravedad inusitada con el advenimiento del kirchnerismo, que ha fomentado así todo tipo de tropelías y delitos. Al renunciar a la represión, paradójicamente se pierde el Estado de Derecho, ya que se resigna la capacidad para obligar a respetar la ley. Cuando en una democracia no se respeta la ley automáticamente pasa a regir la ley del más fuerte, la ley de la selva. El Estado pierde entonces el monopolio de la fuerza, la cual pasa a ser ejercida por cualquier atorrante. Entonces una patota sindical toma un ministerio, un piquete bloquea una fábrica, terroristas hostigan a civiles en la Patagonia, violentos ocupan un campo ajeno, un grupo de padres facciosos impulsan a sus hijos a tomar escuelas, y como si esto fuera poco, los carteles de la droga van extendiendo su dominio por todo el territorio.

Si alguien se propusiera destruir un país, sin lugar a dudas este sería el método más efectivo, ya que con una única acción se compromete la gobernabilidad, la economía, la educación, la cultura, la defensa, y lo que es peor, lo que tanto nos costó recuperar: la democracia misma.

por Miguel Eduardo Gutiérrez Trápani*

*migutra@gmail.com (se publica con autorización del autor. Previamente publicada  en  Correo de lectores de La Nación)