Para bien o para mal todo pasa. También la pandemia que desde hace dos años azota a la sociedad mundial; al menos, no mantiene la agresividad del comienzo. Por eso, este año podremos celebrar en familia la Navidad con redoblada energía. Tendremos la oportunidad de reunirnos alrededor de una mesa y gustar ese guiso tan especial para la ocasión que saben cocinar nuestras madres— los que afortunadamente la tengan— para sus polluelos, amén de los mantecados y borrachuelos y degustar un buen caldo. Pero, más allá de esas deseables reuniones con la familia y los amigos, incluyendo el recuerdo para los que ya no estarán con nosotros, ¿qué celebramos en realidad? ¿Qué significa la Navidad para cada uno? ¿Nos lo hemos preguntado?

El mundo está desequilibrado. Es fácil advertir la desorientación que padece la sociedad en general. La cultura ha sido sustituida por las ideologías, cuando no por la necedad.   Los padres reemplazados por la tutoría de políticos, algunos semi analfabetos. La política por el partidismo. La verdad por la confusión. La información por la propaganda. La ética por la chabacanería. El sexo por la porno. El pensamiento por el pasotismo. Los servidores públicos, en lugar de servir, se sirven a sí mismos. Y así, vaya usted incorporando todo lo que se le venga a la testa. Y como guinda el abuso, la opresión y la violencia de los fuertes sobre los débiles. En suma, que estamos como hace dos milenios cuando la luz de la navidad que vamos a celebrar tuvo un destello en el mundo.

El teólogo Ratzinger, el papa emérito Benedicto XVI nos responde a la pregunta que podemos hacernos y que se constituye en el epicentro de la Navidad.

¿Qué ha traído Jesús realmente, si no ha traído la paz al mundo, el bienestar para todos, un mundo mejor? ¿Qué ha traído? — ¿para qué la Palabra se hizo carne? —Aquel cuyo rostro se había ido revelando primero poco a poco, desde Abraham hasta la literatura sapiencial, pasando por Moisés y los Profetas, y con ello la verdad sobre nuestro origen y nuestro destino: a Dios.

 Porque su rostro lo desfiguramos tras las máscaras de nuestros deseos. Ya lo decía aquel Feuerbach cuando pregonaba aquello de que es la proyección divinizada de nuestras limitaciones. Lo desfiguramos cuando convertirnos en ídolos a nuestras pasiones. Lo desfiguramos cuando pretendemos emanciparnos y ser nuestros propios diosecillos, tal nos diría el existencialista Sartre. Resulta que, en ocasiones, incluso los no creyentes hacen interesantes aportaciones teológicas.  Lo desfiguramos cuando queremos servir a dos señores que son incompatibles: Él y el dinero. Lo desfiguramos cuando nos resulta encontrarlo en la fría cera de un misticismo sensiblero y no somos capaces de verlo en la cruda carne de cañón del prójimo. Lo desfiguramos cuando hacemos una entelequia de lo que creemos y no somos capaces de encontrarlo en la sencillez del primero de los mandatos: confiarnos a Él y acercarnos a los que nos necesitan. Lo desfiguramos cuando vamos en pos del poder, y cuando se le encuentra lo utilizamos en nuestro provecho y no como servicio.

Si el hombre no lo conoce, tampoco sabrá responderse por su deseo de inmortalidad.

 Porque, no lo olvidemos un instante: el hombre desea dentro de sí vivirse; su deseo más íntimo es el de no acabarse nunca, pues, la vida, una vez nos tiene y nos hace ser, es algo que necesitamos que habite en nosotros para la eternidad. Si algo somos es eso: vida.

Digámoslo sin recelo. El hombre tiene miedo a abandonar su caverna y con el tiempo su espíritu se ha ido estrechando. Prefería permanecer acomodado en la incomodidad de su madriguera que arriesgarse a dejarla por lo desconocido. A fin de cuentas, lo que tenía era para sí todo el mundo habitable que se había fabricado o que otros lo han construido para él. A los que corren en un laberinto, su propia velocidad los confunde.

La Navidad viene para que podamos plantearnos todas estas cosas y más.

El Niño dulce que nos presentan con áureos tirabuzones suscita ternura, aunque aquel mísero pesebre recuerda la pobreza de tantos otros niños que nacen urbe et orbi. Nació, no con un pan bajo el brazo, sino abrazando la penuria. Pero, el hombre que lleva dentro para desarrollarse nos plantea todo un reto. Un niño es siempre una criaturita que provoca sentimientos bondadosos, incluso en aquellos que son la hosquedad de la vida. Sin embargo, cuando crezca será una señal para el mundo, al que se puede aceptar o rechazar, pero que nunca nos deja indiferentes si lo tomamos en serio. Y la vida es algo serio. Vino al mundo para enseñar qué es un Hombre. Un hombre que pronto entrará en pugna con la sociedad de su tiempo. Nosotros, por el contrario, no queremos entrar en conflicto ni con nadie ni con nada, pero no podemos evitar el entrar en conflicto con nosotros mismos. Pues, esa semilla de inmortalidad que nos habita, ¿quién podrá responder de ella sino el que nos dio la vida?

Para eso hay que conocerlo. Esforzarse en entrar por la puerta estrecha. A eso vino el Niño de la Navidad. A decirnos que el Misterio tiene Rostro. Buscándolo, el hombre se elevará de su condición simiesca y se acercará al hombre que está destinado a ser.

Ahora sí. ¡Feliz Navidad!

por Ángel Medina